Los terrígenos (griego: Γηγενης; nacido de la tierra) fueron una tribu de hombres de seis brazos que habitaban, junto a los doliones, pueblo vecino, en el lugar conocido como Monte de los osos. Estos hombres monstruosos se enfrentaron a los
argonautas durante su viaje según lo narrado en la
obra de
Apolonio de Rodas:
Hay en el interior de la Propóntide una isla escarpada, que a poca distancia del continente rico en mieses de Frigia se adentra en el mar cuanto su istmo es bañado por las olas, y desciende en pendiente hacia tierra firme. Sus riberas poseen una doble ensenada, y está situada allende las aguas del Esepo. Monte de los Osos la llaman los habitantes de alrededor. Y la poblaban los violentos y salvajes Terrígenos, gran prodigio admirable para las gentes vecinas. Pues cada uno agitaba en el aire seis brazos vigorosos, dos a partir de sus robustos hombros y otros cuatro debajo unidos a sus costados formidables. A su vez poblaban el istmo y la llanura los doliones, y entre ellos reinaba el hijo de Eneo, el héroe Cícico, a quien alumbró la hija del divino Eusoro, Enete. A éstos nunca los dañaban los Terrígenos, por temibles que fueran, gracias a la protección de Posidón; pues de él eran descendientes los doliones en su origen. Allí arribó la Argo impulsada por los vientos tracios. El Puerto Hermoso la acogió en su navegación [...]. Los doliones y también el propio Cícico, saliendo juntos a su encuentro en amistad, cuando supieron cuáles eran la expedición y su linaje, los obsequiaron con su hospitalidad [...]. Al alba ascendieron al alto Díndimo, para observar también por sí mismos las rutas de aquel mar; en tanto que otros trasladaron la nave al Puerto Quito desde su anterior atracadero. Pero los Terrigenos lanzándose desde la otra parte de la montaña trataron de bloquear la bocana del Quito con innumerables rocas arrojadas al fondo, cual si tendieran emboscada a un animal marino que está dentro. Sin embargo allí había quedado Heracles con los hombres más jóvenes, el cual, tendiendo en seguida contra ellos su curvado arco, los derribó a tierra uno tras otro. Ellos, por su parte, alzaban aristadas rocas y las arrojaban; pues sin duda la diosa Hera, la esposa de Zeus, alimentaba aquellos terribles monstruos como trabajo para Heracles.
Entonces también los demás, los marciales héroes, viniendo de regreso a su encuentro antes de alcanzar la cumbre, acometían junto con él la matanza de los Terrígenos, recibiéndolos ya con dardos ya con lanzas, hasta que los aniquilaron a todos a pesar de sus brutales e incesantes ataques. Como cuando los leñadores arrojan en fila sobre el rompiente largos troncos recién talados con sus hachas, para que humedecidos resistan las recias clavijas; así aquéllos en la entrada del blanquecino puerto estaban tendidos en hilera: unos, apiñados, sumergían en el agua salada sus cabezas y pechos, y extendían sus piernas sobre la tierra firme; los otros, al contrario, con sus cabezas sobre las arenas de la playa, hundían sus pies en el fondo; de suerte que unos y otros fueran a la vez presa de aves y de peces. Los héroes, cuando su empresa quedó libre de temores, entonces ya con los soplos del viento desataron las amarras de la nave y proseguían adelante a través del oleaje marino.
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