Los ventolines son unos gráciles y etéreos espíritus del aire presentes en el folklore de Asturias y Cantabria. Hay cierto debate entre los folkloristas sobre si estos seres, junto a los espumeros, son una invención o pertenencen realmente a un imaginario popular casi olvidado. Aurelio del Llano afirma en su Del folklore asturiano que él nació a la orilla del mar y nunca oyó a nadie hablar de espumeros ni ventolines, llegando a confesar Ramón Menéndez Pidal en el prólogo de dicho libro que fueron una invención de Gumersindo Laverde en 1862. Pese a esto, Constantino Cabal constata en Dioses de la muerte que el primero en mencionar a estos seres fue Tomás Cipriano Agüero en el número del 23 de octubre de 1853 de Álbum de la juventud.
Lo que Constantino Cabal recopila de lo escrito por Cipriano Agüero es que los ventolines son más pequeños que los nuberos y, a diferencia de estos, son hermosos, con todas sus facciones proporcionadas. Por el día están en la «región del fuego», mientras que por la noche flotan en el aire y pueden distinguirse a veces a través de los rayos de la luna. Adormecen a los niños en sus cunas y llevan los suspiros de los amantes; además murmuran un adiós en nuestras ventanas cuando un familiar o la persona que amamos exhala su último aliento. En San Juan, cuando las xanas danzan, elevan en el aire tiernos y meliodiosos cánticos. Lo poco que describe Aurelio del Llano de los ventolines es que se parecen a los espumeros, es decir, que son como niños. Con sus alas se encargan de portar el rocío nocturno y de las lluvias, vuelan sobre las olas y llevan a los hogares el último adiós de la persona que muere lejos y los suspiros de las damas enamoradas.
En Mitos y Supersticiones de Asturias, Rogelio Jove y Bravo nos dice que los ventolines empujan a los espumeros con sus suaves soplos hacia cavernas marítimas para refugiarlos de las tormentas. Vuelan con alas de gasa y con ellas pasan rozando las olas, levantando con su soplo neblinas blancas y transparentes donde sólo los niños pueden verlos. Cuando vuelan tierra adentro, sacuden sus alas empapadas de rocío sobre las plantas secas y las tierras quemadas por el sol para refrescarlas. De noche penetran silenciosamente en las casas, y si alguna doncella enamorada suspira por su amante ausente, cuando todos duermen, recogen esos suspiros y los llevan hasta el afortunado muchacho.
Dirigiéndonos a tierras cántabras, Manuel Llano escribió que los ventolines vivían en las nubes de la puesta de sol. Sus ojos eran blancos como las olas al romperse y, al igual que los ángeles, tenían un hermoso rostro y unas alas verdes muy grandes. Cuando un pescador viejo se cansaba subiendo las redes, bajaban de las nubes en su ayuda y le cargaban los peces en la barca. Además les limpiaban el sudor o los abrigaban con sus alas cuando hacía frío. A veces cogían los remos y llevaban la barca hasta las dársenas, mientras que en otras ocasiones izaban la vela e impulsaban la embarcación levantando una suave brisa con sus soplos. Llano también agregó una cancioncilla que dice: «Ventolines, ventolines, ventolines de la mar, este viejo está cansado y ya no puede remar».
Lo que Constantino Cabal recopila de lo escrito por Cipriano Agüero es que los ventolines son más pequeños que los nuberos y, a diferencia de estos, son hermosos, con todas sus facciones proporcionadas. Por el día están en la «región del fuego», mientras que por la noche flotan en el aire y pueden distinguirse a veces a través de los rayos de la luna. Adormecen a los niños en sus cunas y llevan los suspiros de los amantes; además murmuran un adiós en nuestras ventanas cuando un familiar o la persona que amamos exhala su último aliento. En San Juan, cuando las xanas danzan, elevan en el aire tiernos y meliodiosos cánticos. Lo poco que describe Aurelio del Llano de los ventolines es que se parecen a los espumeros, es decir, que son como niños. Con sus alas se encargan de portar el rocío nocturno y de las lluvias, vuelan sobre las olas y llevan a los hogares el último adiós de la persona que muere lejos y los suspiros de las damas enamoradas.
En Mitos y Supersticiones de Asturias, Rogelio Jove y Bravo nos dice que los ventolines empujan a los espumeros con sus suaves soplos hacia cavernas marítimas para refugiarlos de las tormentas. Vuelan con alas de gasa y con ellas pasan rozando las olas, levantando con su soplo neblinas blancas y transparentes donde sólo los niños pueden verlos. Cuando vuelan tierra adentro, sacuden sus alas empapadas de rocío sobre las plantas secas y las tierras quemadas por el sol para refrescarlas. De noche penetran silenciosamente en las casas, y si alguna doncella enamorada suspira por su amante ausente, cuando todos duermen, recogen esos suspiros y los llevan hasta el afortunado muchacho.
Dirigiéndonos a tierras cántabras, Manuel Llano escribió que los ventolines vivían en las nubes de la puesta de sol. Sus ojos eran blancos como las olas al romperse y, al igual que los ángeles, tenían un hermoso rostro y unas alas verdes muy grandes. Cuando un pescador viejo se cansaba subiendo las redes, bajaban de las nubes en su ayuda y le cargaban los peces en la barca. Además les limpiaban el sudor o los abrigaban con sus alas cuando hacía frío. A veces cogían los remos y llevaban la barca hasta las dársenas, mientras que en otras ocasiones izaban la vela e impulsaban la embarcación levantando una suave brisa con sus soplos. Llano también agregó una cancioncilla que dice: «Ventolines, ventolines, ventolines de la mar, este viejo está cansado y ya no puede remar».
Reimpresión de un dibujo de Gustavo Cotera |
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