En las tierras de Cantabria, cada noche de San Juan, se cuenta que surgen del infierno los caballucos del Diablo. El término «caballito del diablo» se emplea para denominar a una especie de insectos similares a las libélulas, por lo que se les suelen plasmar con alas, ojos compuestos u otros atributos de estos animales.
Según García-Lomas en Mitología y supersticiones de Cantabria, eran tres caballos tan iguales como si fueran hermanos de la misma madre; el del centro iba cabalgado por el Diablo, que llevaba las riendas de los tres. Estos corceles tenían las patas equipadas con espolones para destrozar los tréboles de cuatro hojas y así evitar que los humanos encontrasen ejemplares de esta planta mágica que otorgaba cuatro dones: vivir cien años, no pasar dolores en toda la vida, no pasar hambre y aguantar sin pesares todas las desazones. También solían bajar volando de los barrancos hasta los campos para espantar a los mozos que estaban cortejando a las mujeres. Para protegerse de ellos y de otros males aquella noche se debía llevar encima a modo de amuleto un poco hipérico o hierba de San Juan.
El escritor Manuel Llano adornó este mito diciendo que se trataban de siete caballos de diferente color cada uno: blanco, negro, rojo, azul, verde, naranja y amarillo. El jefe de todos ellos era el rojo, que era más grande y percherón. Sus terribles cascos dejaban tras de sí la marca de sus herraduras incluso cuando andaban sobre la dura roca; con sus resoplidos hacían temblar las hojas de los árboles y se dedicaban a recorrer los montes para devorar todos los tréboles que encontrasen. Cuando descansaban fatigados y mojados por el sudor, echaban una baba que se convertía en barras de oro; el que las encontraba se hacía rico, pero al morir iba derecho al infierno sin remedio. El que los veía debía hacer siete cruces en el aire para librarse de morir aplastado por su galope.
Llano añadió que se trataba de almas condenadas por sus pecados. El rojo era un señor que prestaba dinero a los labradores pobres y después los embargaba con trampas de mala ley; el blanco, un molinero que robaba; el negro, un ermitaño que engañaba a la gente; el amarillo, un juez; el azul, un tabernero; el verde, un señor muy rico que corrompió a muchas mozas honradas; y el anaranjado, un hijo que pegó a sus padres.
Según García-Lomas en Mitología y supersticiones de Cantabria, eran tres caballos tan iguales como si fueran hermanos de la misma madre; el del centro iba cabalgado por el Diablo, que llevaba las riendas de los tres. Estos corceles tenían las patas equipadas con espolones para destrozar los tréboles de cuatro hojas y así evitar que los humanos encontrasen ejemplares de esta planta mágica que otorgaba cuatro dones: vivir cien años, no pasar dolores en toda la vida, no pasar hambre y aguantar sin pesares todas las desazones. También solían bajar volando de los barrancos hasta los campos para espantar a los mozos que estaban cortejando a las mujeres. Para protegerse de ellos y de otros males aquella noche se debía llevar encima a modo de amuleto un poco hipérico o hierba de San Juan.
El escritor Manuel Llano adornó este mito diciendo que se trataban de siete caballos de diferente color cada uno: blanco, negro, rojo, azul, verde, naranja y amarillo. El jefe de todos ellos era el rojo, que era más grande y percherón. Sus terribles cascos dejaban tras de sí la marca de sus herraduras incluso cuando andaban sobre la dura roca; con sus resoplidos hacían temblar las hojas de los árboles y se dedicaban a recorrer los montes para devorar todos los tréboles que encontrasen. Cuando descansaban fatigados y mojados por el sudor, echaban una baba que se convertía en barras de oro; el que las encontraba se hacía rico, pero al morir iba derecho al infierno sin remedio. El que los veía debía hacer siete cruces en el aire para librarse de morir aplastado por su galope.
Llano añadió que se trataba de almas condenadas por sus pecados. El rojo era un señor que prestaba dinero a los labradores pobres y después los embargaba con trampas de mala ley; el blanco, un molinero que robaba; el negro, un ermitaño que engañaba a la gente; el amarillo, un juez; el azul, un tabernero; el verde, un señor muy rico que corrompió a muchas mozas honradas; y el anaranjado, un hijo que pegó a sus padres.
Ilustración de Mitos de Cantabria - Enrique González |
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