Cuenta el escritor Manuel Llano que, hace miles y miles de años, habitaba en Cantabria una raza de zorros blancos con pintas verdes sobre los ojos y en las orejas. Además tenían el rabo negro, al igual que las patas y los dientes. Todas las mañanas de primavera y verano se encaramaban a los árboles y comían las hojas más tiernas; después se escondían en sus cuevas hasta que pasaba el calor del medio día. No hacían ningún mal ni a los humanos ni al ganado, sólo les robaba el compango a los pastores o se subían a los manzanares para comerse las flores. En invierno no salían de sus torcas, estaban sin comer debajo de la nieve hasta que llegaba mayo.
Estos zorros tenían un mal en los ojos que espantaba a todos los animales dañinos y a los hombres que quisieran cazarlos para fabricar medicinas con su sangre. Con tan solo una mirada llena de rabia podían espantar a cualquier manada de lobos que les estuviera persiguiendo.
Cuando les llegaba la hora de morir, al cabo de cientos de años, se iban muy lejos de sus cuevas y se subían al árbol más alto que encontraban para que no se los comieran los animales del monte. Allí se pudrían y de su carne nacían unos gusanos colorados. Éstos se mataban unos a otros hasta que sólo quedaba uno, el cual poco a poco iba creciendo hasta ser tan grande como una avefría. Entonces le crecían dos alas negras con manchas blancas y verdes y un pico muy largo y oscuro como las alas.
Pasado un año dejaba el árbol, provocando temor a los azores y milanos que le dejaban el cielo libre cuando lo veían. Este era el pájaro de la alegría para las personas que le veían el mismo día que dejaba el árbol o las noches claras al guarecerse en su nidal. Con el paso del tiempo, se le iban cayendo las alas y se moría de pena porque no podía volar. Si alguna persona encontraba al pájaro muerto, podía arrancarle las pupilas de los ojos, que eran como dos diamantes brillantes. Uno tenía el poder de hacer el bien, mientras que el otro el de hacer daño, pero siempre con justicia. Si se hacía el mal a los inocentes, los diamantes se convertían en brasas que le prendían fuego a quien les hubiera dado mal uso.
Estos zorros tenían un mal en los ojos que espantaba a todos los animales dañinos y a los hombres que quisieran cazarlos para fabricar medicinas con su sangre. Con tan solo una mirada llena de rabia podían espantar a cualquier manada de lobos que les estuviera persiguiendo.
Cuando les llegaba la hora de morir, al cabo de cientos de años, se iban muy lejos de sus cuevas y se subían al árbol más alto que encontraban para que no se los comieran los animales del monte. Allí se pudrían y de su carne nacían unos gusanos colorados. Éstos se mataban unos a otros hasta que sólo quedaba uno, el cual poco a poco iba creciendo hasta ser tan grande como una avefría. Entonces le crecían dos alas negras con manchas blancas y verdes y un pico muy largo y oscuro como las alas.
Pasado un año dejaba el árbol, provocando temor a los azores y milanos que le dejaban el cielo libre cuando lo veían. Este era el pájaro de la alegría para las personas que le veían el mismo día que dejaba el árbol o las noches claras al guarecerse en su nidal. Con el paso del tiempo, se le iban cayendo las alas y se moría de pena porque no podía volar. Si alguna persona encontraba al pájaro muerto, podía arrancarle las pupilas de los ojos, que eran como dos diamantes brillantes. Uno tenía el poder de hacer el bien, mientras que el otro el de hacer daño, pero siempre con justicia. Si se hacía el mal a los inocentes, los diamantes se convertían en brasas que le prendían fuego a quien les hubiera dado mal uso.
Ilustración propia - Grimorio de bestias |
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