Las ijanas son unas hadas de la mitología cántabra que habitaban en el Valle de Aras, en el municipio de Voto. Estas hadas eran revoltosas, juguetonas, burlonas, alegres y pícaras, y tan golosas que les encantaba la miel de las colmenas y cualquier dulce que pudiesen quitar a los campesinos. A parte de su predilección por los dulces, la característica más destacable de estas hadas era que poseían un enorme y descomunal pecho que echaban sobre su hombro derecho. La mayoría de descripciones que se tienen de estos espíritus femeninos las pintan desnudas, con tan solo sus largas melenas rubias o pelirrojas tapándoles las partes pudendas, aunque en otras historias se dice que se cubrían con largas capas negras y con cinturones de oro.
Gracias a Manuel Llano sabemos lo traviesas que eran las ijanas, pues consiguió recoger una interesante historia que ocurrió tiempo atrás en la localidad de San Pantaleón de Aras. Las ijanas eran sobradamente conocidas en el pueblo y, sabiendo la gente lo susceptibles que podían llegar a ser, las respetaban y trataban con el mayor de los cuidados, menos el cura, que se burlaba constantemente de ellas. El cura habitaba en la Quintana, que era una casa cercana a la cueva en la que vivían las ijanas. Cada vez que el sacerdote bajaba al pueblo, entraban en su casa y le revolvían los muebles, comían los dulces y no dejaban nada en su sitio.
En una ocasión, el cura preparaba la matanza de un cerdo. El hombre que estaba encargado de realizar la tarea le comunicó que no había ningún cuchillo en la casa. Cuando trató de buscar uno en el pueblo, descubrió que tampoco pudo encontrar ninguno. Todos pensaron que las ijanas eran las culpables y que lo habían hecho para vengarse de las burlas del cura. A día siguiente fueron al pueblo vecino y allí consiguieron un cuchillo, realizando luego la matanza como todos los años y haciendo las acostumbradas morcillas, que colgaron de una vara para que se curaran. No mucho tiempo después, cuando el cura volvió de decir misa, se encontró con que las morcillas habían desaparecido y en su lugar colgaban las sotanas, los alzacuellos, los bonetes, etcétera. Algunos días más tarde unos cuantos vecinos del pueblo aseguraron haber visto a una ijana bebiendo agua en un arroyo, comprobando que estaba mucho más gorda, al parecer de tantas morcillas como había comido. En cuanto el cura lo supo, trató de tomar todas las precauciones posibles, cerraba las ventanas y las puertas y guardaba todo cuidadosamente, más no servía de nada; cuando regresaba al hogar, siempre encontraba todo revuelto y la alacena vacía
Un día, el sacerdote convenció a un vecino para que amontonara carros y leña en la entrada de la gruta donde se decía habitaban estas engorrosas ijanas y le prendiera fuego, como así se hizo. En el pueblo pensaron que estos seres femeninos habían perecido abrasadas, pero cuál sería su sorpresa cuando una mañana descubrieron que todas las entradas a la casa del cura y del vecino que le ayudó estaban taponadas por maderos y leña. Las ijanas no fueron vengativas y no llegaron a prender fuego a las casas, pero desde entonces nadie en el pueblo ha vuelto a burlarse de ellas, pues son conscientes de su extremado poder y de que realmente nunca han pretendido hacer daño físico a los humanos.
Gracias a Manuel Llano sabemos lo traviesas que eran las ijanas, pues consiguió recoger una interesante historia que ocurrió tiempo atrás en la localidad de San Pantaleón de Aras. Las ijanas eran sobradamente conocidas en el pueblo y, sabiendo la gente lo susceptibles que podían llegar a ser, las respetaban y trataban con el mayor de los cuidados, menos el cura, que se burlaba constantemente de ellas. El cura habitaba en la Quintana, que era una casa cercana a la cueva en la que vivían las ijanas. Cada vez que el sacerdote bajaba al pueblo, entraban en su casa y le revolvían los muebles, comían los dulces y no dejaban nada en su sitio.
En una ocasión, el cura preparaba la matanza de un cerdo. El hombre que estaba encargado de realizar la tarea le comunicó que no había ningún cuchillo en la casa. Cuando trató de buscar uno en el pueblo, descubrió que tampoco pudo encontrar ninguno. Todos pensaron que las ijanas eran las culpables y que lo habían hecho para vengarse de las burlas del cura. A día siguiente fueron al pueblo vecino y allí consiguieron un cuchillo, realizando luego la matanza como todos los años y haciendo las acostumbradas morcillas, que colgaron de una vara para que se curaran. No mucho tiempo después, cuando el cura volvió de decir misa, se encontró con que las morcillas habían desaparecido y en su lugar colgaban las sotanas, los alzacuellos, los bonetes, etcétera. Algunos días más tarde unos cuantos vecinos del pueblo aseguraron haber visto a una ijana bebiendo agua en un arroyo, comprobando que estaba mucho más gorda, al parecer de tantas morcillas como había comido. En cuanto el cura lo supo, trató de tomar todas las precauciones posibles, cerraba las ventanas y las puertas y guardaba todo cuidadosamente, más no servía de nada; cuando regresaba al hogar, siempre encontraba todo revuelto y la alacena vacía
Un día, el sacerdote convenció a un vecino para que amontonara carros y leña en la entrada de la gruta donde se decía habitaban estas engorrosas ijanas y le prendiera fuego, como así se hizo. En el pueblo pensaron que estos seres femeninos habían perecido abrasadas, pero cuál sería su sorpresa cuando una mañana descubrieron que todas las entradas a la casa del cura y del vecino que le ayudó estaban taponadas por maderos y leña. Las ijanas no fueron vengativas y no llegaron a prender fuego a las casas, pero desde entonces nadie en el pueblo ha vuelto a burlarse de ellas, pues son conscientes de su extremado poder y de que realmente nunca han pretendido hacer daño físico a los humanos.
Ilustración de Gustavo Cotera |
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