Manuel Llano, folklorista y escritor cántabro, nos cuenta en su obra Brañaflor la historia sobre un animal al que llama «pájaro de ojos amarillos». Según cuenta, el último día de invierno, las lechuzas que tienen una mancha morada encima del ojo derecho se aparean con los murciélagos más viejos en las torcas rodeadas de helechos y escajos que se encuentran en los castros.
Después de aparearse, no se separan hasta que se muere uno de los dos. Entonces, el que queda con vida se come al muerto y se va de la torca para no volver más, alojándose en otra cueva que esté muy lejos. De estos apareamientos nace, una vez cada cinco años, un bicho muy ruin, mitad lechuza y mitad murciélago, con los ojos amarillos muy grandes. En las alas tiene unas rayas azules y unos pequeños bultos encarnados. Tiene el corazón negro y su sangre es lo mismo que el aceite que chupan las lechuzas en las lámparas de las iglesias.
Al poco rato de nacer lo dejan solo, porque si no mata a sus padres; luego anda muchos días por el monte comiendo lo que encuentra. En las patas tiene unas uñas muy largas para encaramarse a los árboles o a las peñas, y cuando vuela sus alas emiten un sonido semejante a un quejido. Toda persona que se lo tope cuando suena la primera campanada de las oraciones se muere a las cuatro horas si antes de llegar a casa no pasa alguna golondrina por encima de él. Las golondrinas quitan el mal de este engendro si al verlas se las mira un buen rato y se dice la oración de las coronas: «Corona de espinas quitaste de la cabeza de Dios: quítame a mí el mal que dio el pájaro que tiene los ojos amarillos y la sangre de aceite. Amén».
A esta criatura no se le ve en todo el verano ya que, si le diera el sol, se le calentaría el aceite que tiene por sangre y moriría abrasado. Por esto se mete en una torca y no sale de ella ni para comer durante todo el estío. A los diez años, se le caen las alas y no puede volar; entonces se arrastra hasta la orilla de un río y se mete en él cuando llega el verano. En el agua, en vez de ahogarse, vive muchos años y, a fuerza de arañar, va cavando los sumideros donde acaba muriendo a los cien años.
Después de aparearse, no se separan hasta que se muere uno de los dos. Entonces, el que queda con vida se come al muerto y se va de la torca para no volver más, alojándose en otra cueva que esté muy lejos. De estos apareamientos nace, una vez cada cinco años, un bicho muy ruin, mitad lechuza y mitad murciélago, con los ojos amarillos muy grandes. En las alas tiene unas rayas azules y unos pequeños bultos encarnados. Tiene el corazón negro y su sangre es lo mismo que el aceite que chupan las lechuzas en las lámparas de las iglesias.
Al poco rato de nacer lo dejan solo, porque si no mata a sus padres; luego anda muchos días por el monte comiendo lo que encuentra. En las patas tiene unas uñas muy largas para encaramarse a los árboles o a las peñas, y cuando vuela sus alas emiten un sonido semejante a un quejido. Toda persona que se lo tope cuando suena la primera campanada de las oraciones se muere a las cuatro horas si antes de llegar a casa no pasa alguna golondrina por encima de él. Las golondrinas quitan el mal de este engendro si al verlas se las mira un buen rato y se dice la oración de las coronas: «Corona de espinas quitaste de la cabeza de Dios: quítame a mí el mal que dio el pájaro que tiene los ojos amarillos y la sangre de aceite. Amén».
A esta criatura no se le ve en todo el verano ya que, si le diera el sol, se le calentaría el aceite que tiene por sangre y moriría abrasado. Por esto se mete en una torca y no sale de ella ni para comer durante todo el estío. A los diez años, se le caen las alas y no puede volar; entonces se arrastra hasta la orilla de un río y se mete en él cuando llega el verano. En el agua, en vez de ahogarse, vive muchos años y, a fuerza de arañar, va cavando los sumideros donde acaba muriendo a los cien años.
Ilustración de Mitos de Cantabria - Enrique González |
No hay comentarios:
Publicar un comentario