Los enanucos bigaristas son unos personajillos que mencionó José María de Pereda en el capítulo XV de El sabor de la tierruca. Son llamados así por su afición a tocar dulcemente el bígaro a modo de instrumento musical. A parte de su baja estatura, poco tienen en común con otros seres elementales como los enanos, los gnomos o los trasgos.
Según el cuento de Pereda, un joven que se adentró en el monte en busca de avellanas comenzó a oír cómo alguien tocaba melodiosamente el bígaro. Siguiendo el sonido, el muchacho se salió del camino apartando zarzas y malezas hasta que llegó a un hermoso campo. Allí encontró al enanuco, más pequeño que un puño, sentado al borde de una topera con los pies colgando en su interior. Cuando el enano vio al mozo, dejó de tocar, se le presentó amablemente y le confesó que le había atraído hasta él con el sonido de su bígaro. El enanuco estaba enterado de todas las buenas obras que había hecho el chaval y quería recompensarle con aquello que le pidiera. El mozo sólo pidió ser dueño de unas pocas tierras para vivir tranquilo, así que el enano le mandó guardar en un pañuelo una tierra mágica que tenía junto a él y que la pusiera bajo su almohada cuando fuera a acostarse, asegurando que de ella tenía llenos sus palacios subterráneos a los que se accedía por la topera.
El zagal hizo lo que le ordenó el enano y al día siguiente vio que la tierra del pañuelo se había convertido en más de mil monedas entre ochentines y onzas de oro. Gracias a este dinero pudo hacerse con unas buenas tierras, herramientas y reses; mejoró su aspecto al ir bien trajeado e incluso pudo guardar unos ahorros. Pero un mal día se le ocurrió conocer mundo y se plantó en la ciudad, donde al ver a los señores adinerados a caballo o en carro, con mejores galas que él, se sintió un pobre desgraciado. Se enfuruñó tanto que dejó de trabajar sus tierras y acabó gastando sus ahorros para poder sobrevivir. Al final, unció los bueyes al carro, puso en él media docena de sacos vacíos y tiró al monte en busca del enano bigarista. Cuando le encontró, le dio las gracias por el regalo que le hizo, pero también le pidió permiso para llenarse de la misma tierra los sacos que traía en el carro. El enanuco le dijo que toda la tierra de ese campo era la misma que la de la otra vez, así que podía coger toda la que quisiera y que no olvidase de ponerla cerca de la cama cuando se acostara.
Al amanecer, el chico abrió expentante los sacos de tierra, pero ésta seguía igual. Un poco desilusionado, se consoló pensando que tampoco estaba tan mal con lo que tenía antes, pero al echar un vistazo a los pocos ahorros que le quedaban, vio que ahora eran tierra, al igual que los contratos que tenía, sus bueyes y todo lo que había comprado con el dinero del enanuco. Del mismo modo, la casa se había transformado en la vieja chavola que tenía cuando era pobre. Totalmente desolado, fue de nuevo a hablar con el enanuco, pero este le dijo que con eso ya no podía hacer nada, pues esa miseria en la que volvía a vivir se la dio Dios como castigo por haber menospreciado las riquezas que le ofreció.
Otro enanuco famoso es el que vivía junto a una fuente en la colina Lindalaseras, en el valle de Iguña. Este era de caracter maligno y atraía a las parejas de enamorados que se acercaban a sus dominios con el sonido de su bígaro. Tras embriagarlos con su música y sus encantos, envenenaba el agua llenándola de escorpiones y gusarapos e instigaba a sus víctimas a que beberian de ella. Para lograr su fin, les daba una cecina mágica que guardaba en un alfiletero sin fondo que les causaba una sed terrible. Cuando los tenía totalmente sedientos, les decía: «Probar, probar por un ver, veraste tú lo que es caneluca de la fina. Tomar esta sosiega, que es el agua de la vida». Al lograr su propósito, se desvanecía lanzando tres silbidos con su bígaro mientras sus pobres víctimas acababan consumidas por la melancolía o muriendo. Adriano García-Lomas recogió unas cancioncillas que reletaban esta leyenda:
Según el cuento de Pereda, un joven que se adentró en el monte en busca de avellanas comenzó a oír cómo alguien tocaba melodiosamente el bígaro. Siguiendo el sonido, el muchacho se salió del camino apartando zarzas y malezas hasta que llegó a un hermoso campo. Allí encontró al enanuco, más pequeño que un puño, sentado al borde de una topera con los pies colgando en su interior. Cuando el enano vio al mozo, dejó de tocar, se le presentó amablemente y le confesó que le había atraído hasta él con el sonido de su bígaro. El enanuco estaba enterado de todas las buenas obras que había hecho el chaval y quería recompensarle con aquello que le pidiera. El mozo sólo pidió ser dueño de unas pocas tierras para vivir tranquilo, así que el enano le mandó guardar en un pañuelo una tierra mágica que tenía junto a él y que la pusiera bajo su almohada cuando fuera a acostarse, asegurando que de ella tenía llenos sus palacios subterráneos a los que se accedía por la topera.
El zagal hizo lo que le ordenó el enano y al día siguiente vio que la tierra del pañuelo se había convertido en más de mil monedas entre ochentines y onzas de oro. Gracias a este dinero pudo hacerse con unas buenas tierras, herramientas y reses; mejoró su aspecto al ir bien trajeado e incluso pudo guardar unos ahorros. Pero un mal día se le ocurrió conocer mundo y se plantó en la ciudad, donde al ver a los señores adinerados a caballo o en carro, con mejores galas que él, se sintió un pobre desgraciado. Se enfuruñó tanto que dejó de trabajar sus tierras y acabó gastando sus ahorros para poder sobrevivir. Al final, unció los bueyes al carro, puso en él media docena de sacos vacíos y tiró al monte en busca del enano bigarista. Cuando le encontró, le dio las gracias por el regalo que le hizo, pero también le pidió permiso para llenarse de la misma tierra los sacos que traía en el carro. El enanuco le dijo que toda la tierra de ese campo era la misma que la de la otra vez, así que podía coger toda la que quisiera y que no olvidase de ponerla cerca de la cama cuando se acostara.
Al amanecer, el chico abrió expentante los sacos de tierra, pero ésta seguía igual. Un poco desilusionado, se consoló pensando que tampoco estaba tan mal con lo que tenía antes, pero al echar un vistazo a los pocos ahorros que le quedaban, vio que ahora eran tierra, al igual que los contratos que tenía, sus bueyes y todo lo que había comprado con el dinero del enanuco. Del mismo modo, la casa se había transformado en la vieja chavola que tenía cuando era pobre. Totalmente desolado, fue de nuevo a hablar con el enanuco, pero este le dijo que con eso ya no podía hacer nada, pues esa miseria en la que volvía a vivir se la dio Dios como castigo por haber menospreciado las riquezas que le ofreció.
Otro enanuco famoso es el que vivía junto a una fuente en la colina Lindalaseras, en el valle de Iguña. Este era de caracter maligno y atraía a las parejas de enamorados que se acercaban a sus dominios con el sonido de su bígaro. Tras embriagarlos con su música y sus encantos, envenenaba el agua llenándola de escorpiones y gusarapos e instigaba a sus víctimas a que beberian de ella. Para lograr su fin, les daba una cecina mágica que guardaba en un alfiletero sin fondo que les causaba una sed terrible. Cuando los tenía totalmente sedientos, les decía: «Probar, probar por un ver, veraste tú lo que es caneluca de la fina. Tomar esta sosiega, que es el agua de la vida». Al lograr su propósito, se desvanecía lanzando tres silbidos con su bígaro mientras sus pobres víctimas acababan consumidas por la melancolía o muriendo. Adriano García-Lomas recogió unas cancioncillas que reletaban esta leyenda:
Cuando los enamorados vayáis a Lindalaseras, al ver el agua que mana, tener cuidau al beberla, que la luz vos dé en la cara; que allí mora un enanuco que rey de aquestas montañas, al dir a morir el sol emponzoña las sus aguas. |
Cuando los enamorados vayáis a Lindalaseras, si con el silbo del carábo oís sullar a la nuética, no beber el agua a morro que de noche la envenena, el enanuco maldito que recuerda la leyenda. |
Dibujo de Apeles Mestres para El sabor de la tierruca, de Jose María de Pereda |
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