Duendes españoles

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Andalucía

Bastián el granadino

Feo duende de gran antigüedad que llegó a convivir con los túrdulos, los cartagineses y los romanos. Le gustaba conversar con los humanos de diversos temas y siempre se mostraba conciliador y tolerante. Por motivos religiosos, los musulmanes arrasaron con la judería en el siglo XII y se cobraron las vidas de miles de judíos. Ante esta matanza, Bastian se dirigió a las masas y les dijo que sólo había un Dios para musulmanes, judíos y cristianos y que no era necesaria la violencia. Por estas palabras, fue arrojado al aljibe de la mezquita y quedó cojo. Jesús Callejo nos dice en su obra Duendes que aquella mezquita pasó a ser la iglesia de la Magdalena, luego se convirtió en el convento de las Hermanas Agustinas y, finalmente, se acabó erigiendo en el lugar el primer gran almacén de Granada de la cadena Woolworth.

Martín el cordobés

Duende o alma en pena que habitaba en el nº55 de la calle de Almonas (barrio de San Andrés). Según Teodomiro Ramírez de Arellano, historiador de Córdoba, en dicha casa vivió una bella dama que se ganó las envidias de su hermano, pues iba a ser la única en recibir la herencia de su padre. Martín, el duende de la casa, estaba perdidamente enamorado de la dama y averiguó las intenciones de su hermano de asesinarla para hacerse con su fortuna, por lo que siempre se las arreglaba para frustrar sus planes y así salvar a su amada. Desgraciadamente, la dama, harta de que el feo duende la atosigara día y noche, decidió mudarse de casa. El duende, que estaba ligado a aquel lugar, le impoloró que no se fuera, que se quedaría desprotegida, pero hizo caso omiso de sus súplicas y la mujer se mudó. La casa de Almonas acabó abandonada debido a su fama de estar enduendanda y la rica heredera finalmente fue asesinada al poco tiempo. Pasados unos años, el hermano se instaló en el antiguo hogar de su hermana, pero Martín se cobró su venganza y le ahorcó una noche mientras dormía.

Padre Piñote

Espíritu travieso de Granada que hace fechorías por el barrio del Albaicín. Despierta a los vecinos a deshoras golpeando fuertemente las aldabas de las puertas y comete pequeños hurtos.



Aragón

Duende de Jaca

Personaje mencionado por Rafael Andolz en el artículo Los enanos, publicado en el Diario del Altoaragón (12-02-1995). Este duende vivía en Jaca con una familia a la que no dejaba de molestar. Hacía ruidos por la noche, desparramaba la sal o las judías, descolgaba los embutidos, taponaba el fregadero, asustaba a los niños, etc. Como el duende no se marchaba de casa, la familia decidió mudarse y alquilaron otro inmueble en una calle lejana. Desgraciadamente, cuando ya tenían todos los muebles cargados en el carro, oyeron un gran estrépito en la escalera y vieron al duende bajando con una sartén y gritando: «¿Con que nos mudamos de casa?».

Duende de la Torre Lucán

Espíritu que habitaba en la Torre Lucán, granja situada a pocos kilómetros de Huesca. La señora Candelaria le contó los sucesos que vivió con este ente en 1955 a Rafael Andolz. Al parecer, tiraba piedras a quienes salían al corral, hacía moverse por sí mismos los zapatos de la casa y el triciclo de los niños, desperdigaba la ropa limpia por lo alto del granero, lanzó una piedra sobre la mesa de la familia mientras todos estaban cenando, abría baúles y hasta llegó a enviar mensajes escritos en el papel con el que envolvió una de las piedras que tiró por la chimenea. En dicho papel ponía: «Marino, no tengas miedo», refiriéndose a un viaje que Marino, esposo de doña Candelaria, iba a realizar dentro de poco y que le tenía preocupado. A diferencia de otros duendes, que son de baja estatura, la mujer lo describió como una persona alta, con el pelo corto y de larga cara y barba.

Duende de Zaragoza

También conocido como el duende de la hornilla, fue una entidad que causó el pánico durante días en el nº2 de la Calle Gascón de Cotor. Se trataba de una voz masculina que salía desde la hornilla de la cocina y que mantenía conversaciones con quienes entrasen en la estancia. Leer más »

Duende organista

También conocido como el duende de Huesca. Vivía en el convento de San Agustín y su historia fue recogida por el médico aragonés Salvador Ardevines Isla en su Fábrica universal del mundo mayor y menor. Este duende se manifestó en el año 1601 dando grandes golpes a los bancos del convento, aunque su actividad favorita, tal y como indica su nombre, era hacer sonar el órgano sin que se viera a nadie tocar las teclas ni los pedales.

Duendes de Zaidín

Entre 1915 y 1919, los hogares del valle del Cinca se vieron infestados por la presencia de duendes traviesos. Se manifestaron principalmente a lo largo de la Calle Mayor y la calle del Portal de la zona más antigua de Zaidín, donde se les podía oír tejer por las noches, giraban los picaportes y hacían toda clase de ruidos. Ramón J. Sender recogió algunos de estos sucesos en su libro Solanar y Lucernario Aragonés. En una casa de tres pisos se oía rodar por las escaleras grandes cantidades de gravilla sin que se viera a nadie ni nada; dentro de algunos armarios de otra casa, demasiado pequeños para que cupiera una persona, se oía como si alguien aporrease las puertas intentando salir. Un anciano atestiguó que en una ocasión llamaron a su puerta; cuando fue a abrir no había absolutamente nadie, pero de repente cayó una cuchara de madera a sus pies.

Rafael Andolz también habló de las fechorías de estos seres, contando que la ropa ascendía hasta el techo y se quedaba ahí suspendida hasta que volvía a bajar sola. Otro suceso frecuente tenía lugar en las escaleras de una casa, donde siempre se encontraban en el mismo escalón un palo de madera que repiqueteaba sin parar con un ritmo monótono; daba igual que se deshicieran del palo, porque al poco volvía a aparecer el mismo o uno similar. También salía volando alguna pieza de la vajilla que había en la cocina y bajaba toda las escaleras hasta llegar a su base. Los sucesos sólo se detuvieron cuando colocaron un gran crucifijo en las escaleras.

Duendes enredadores

Duendes catalogados por Ramón J. Sender como una clase especialmente traviesa y bromista de los duendes domésticos. Viven en los desvanes y muestran un gran apego a la familia con la que viven. El propio Sender cuenta que una tía abuela suya, consciente de que los duendes se vuelven más activos en la noche de ánimas, decidió abandonar su casa para pasar aquella velada con su hermana. Cuando acudía a casa de su parienta, tenía allí reservada una habitación un tanto descuidada, por lo que solía llevarse mantas, una jofaina, una jarra de agua y demás enseres. Estando ya dispuesta en la tartana con su marido, se santiguó y se alegró de dejar atrás al duende aquella noche, pero en ese momento sonó una aguda voz de entre el equipaje que le dijo: «No, señora, que aquí vengo con la escobita del orinal».



Castilla y León

Duende de Quintana del Pidio

Duende mencionado en Héroes, santos, moros y brujas que habitaba en una vivienda llamada «la casa de los duendes». Hacía ruido de arrastrar cadenas.

Duende de Villahizán de Treviño

Travieso espíritu que andaba en los pajares y jugaba a los bolos en el desván de la casa de San Martín. Llegaron a llamar al cura para bendecir la casa y acudieron varios vecinos con candiles y velas en su búsqueda, pero nunca encontraban nada.

Trasgo apedreador

Sus fechorías tenían lugar en la casa de una anciana viuda y fueron presenciadas por Antonio de Torquemada cuando estuvo en Salamanca como estudiante. Se dedicaba a lanzar piedras desde el techo de la casa; tantas que parecía que llovían del cielo, aunque nunca las tiraba con afán de dañar a nadie.

El corregidor, acompañado de veinte hombres, acudieron a investigar el asunto, pero fueron recibidos por las pedradas del duende. Registraron la casa y no hayaron a nadie, pero las piedras seguían cayendo. Uno de los alguaciles marcó una piedra y la lanzó diciendo: «Si tú eres demonio o trasgo vuélveme aquí esta misma piedra». Al instante volvió a caer esa piedra desde el techo y le acertó en la vuelta de la gorra, justo ante los ojos. Sólo pudieron detener la actividad del espíritu cuando un clérigo de Torresmenudas lo exorcizó.



Extremadura

Duendes del sacristán

Cuenta la leyenda que la madre del sacristán de Ahigal se veía acosada por las bromas de un par de duendes día sí y día también. Le robaban los garbanzos, las habas o le metían las morcillas en el arcón donde guardaba las sábanas. Harta de la situación, intentó pasar la noche en vela para pillar los causantes de sus problemas in fraganti, pero el sueño le pudo y acabó dormida; eso sí, los duendes aprovecharon para, con sumo cuidado, llevarla con silla incluida a la puerta de la calle.

La mujer, desesperada, le pidió a su hijo que exorcizase la casa, pero como no se trataba ni de demonios ni de fantasmas, los rituales no dieron resultado. Al final, el cura del pueblo le dijo al sacristán que lo que acechaba a su madre eran duendes y que debía esparcir un puñado de granos de trigo por el suelo de la cocina. Aquella noche, el sacristán comprobó cómo dos duendes se entretenían en la cocina recogiendo y contando todos los granos de trigo, pero como tenían una mano agujereada, la tarea se les hacía interminable. Tras dos noches ocupados con lo mismo, se aburrieron de la casa y de la madre y ya no volvieron más.

Duende mamón

Según dicen, en la calle Graná, calle antigua de las Ánimas, frente a la trasera de la casa parroquial, había una casa que un duende tomó por alojamiento. En dicho hogar vivía un matrimonio con sus cuatro hijos, todos pequeños y con poca diferencia de edad. Al más pequeño de todos, que todavía tomaba leche materna, lo dejaban con la cuna pegada a la cama de sus padres, para que, mientras ellos dormían agotados por el trabajo, él mismo gateara hasta su madre y se enganchara al pecho para alimentarse.

Desgraciadamente, el chiquillo no era el único al que le gustaba la leche, porque el duende de la casa empleaba las costumbres del infante para sustituirle y catar de las mamas de la mujer, aprovechando además para agarrarle del trasero. La esposa no sospechaba nada porque pensaba que los tocamientos los realizaba su marido, hasta que una noche, mientras el duende estaba pegado a ella, el niño sollozó por el hambre y se vio obligado a huir, no sin antes decir:
¡Qué bien cuando t'estabas quieta!
Que t'agarraba el culu
y te lambía las tetas.

Duende de la calle San Blas

En una vivienda de la calle de San Blas vivía, según su dueño, un duende de caracter bien lujurioso, pues su entretenimiento preferido era el de espiar a su esposa cuando se lavaba cada sábado en un viejo baño de zinc.

En una ocasión se vio tan fuera de sí que incluso se atrevió a entrar en la estancia y acercarle una toalla a la mujer. En lugar de escandalizarse, la dueña de la casa consintió al duende y hasta le permitió desde ese momento el privilegio de lavarle la espalda durante sus baños. A cambio de esto y de un cuenco de leche que le dejaban cada noche en la cocina, el duende se encargaba de realizar los trabajos del matrimonio: adecentaba los corrales, apilaba el estiercol, cambiaba la paja de los animales e incluso prendía de buena mañana una lumbre con un puchero preparado para el desayuno.

Con el tiempo, la mujer murió y su pérdida afecto tanto al marido como al duende, pero éste, en lugar de marcharse, siguió haciendo compañía al hombre y ayudándole con sus tareas. Siempre que le preguntaban cómo lo hacía para mantenerlo todo limpio y arreglado estando solo, él contestaba: «Teng'un duendi en casa que me haci de criáu», pero no le creían porque era tan discreto que nadie llegó a verlo nunca.

Eventualmente, el marido también pereció y su casa se llenó de allegados para despedirse de él. Entre charla y charla, la gente comentaba jocosamente el tema del duende. Éste no se tomó nada bien tanta burla, por lo que aquella noche, cuando todos se quedaron dormidos, ató los cordones de los zapatos de cada hombre con los del que tenía al lado y aflojó los cintos de las faldas de las mujeres. Al tenerlo todo listo, soltó un grito espantoso: los hombres, al levantarse alterados, cayeron en fila, y a las mujeres, al verlos y echarse a reír, se les cayeron las faldas. Al dejar clara constancia de su existencia, el duende de la calle San Blas se marchó y no volvió a aparecer.

Duende del Barrio Abajo

Una familia del Barrio Abajo compartía su casa con un molesto duende. Por las noches se dedicaba a molestar a todo el mundo de mil maneras: les daba pellizcos en las nalgas, les desarropaba en invierno, despertaba a los niños haciéndoles cosquillas en las plantas de los pies, les pegaba las nalgas con resina, les echaba agua en las orejas, escondía las tenazas en el cántaro del agua, abría la espita de la tinaja de vino para que se derramara todo, etc.

Hartos de su peculiar inquilino, la familia decidió mudarse a una casa en el otro extremo del pueblo, en el barrio de Santa Marina, pero como anunciaron a todo el mundo sus planes, el duende también se enteró y, como les tenía tanto apego, se coló en el carro donde metieron sus enseres. Cuando ya estuvo todo listo y el padre se disponía a poner en marcha a los animales de tiro, el duende, desde la pértiga del carro, soltó: «¡Jilipi, jarrea la mula, que yo ya estoy listu!».

Pasaron los días en el nuevo hogar y volvieron a planear otra mudanza para deshacerse del duende; esta vez mucho más lejos, al pueblo vecino de Guijo, pero cuando ya estaban a punto de salir de Ahigal, el marido se percató de que se habían olvidado del pan en la casa. Por desgracia para ellos, el duende salió de un puchero y les dijo: «No sos preocupéi por el pan, que ya m'encargáu yo de traeliu en la cesta». Al ver que les había vuelto a seguir, desistieron de mudarse y volvieron a su primer hogar en el Barrio Abajo.

Duende de la casa Concejo

Casa Concejo era un viejo palacio que se encontraba en la actual Plaza Mayor de Ahigal. Puesto que los mozos se reunían allí en las horas nocturnas, tras las faenas del campo, solían alumbrarse con un candil de aceite que encendían cuando llegaba el último de los convocados para ahorrar combustible.

Una de las noches, cuando se disponían a encender el candil porque ya estaban todos reunidos, no pudieron hacerlo porque había desaparecido de la estaca de la que siempre estaba colgado. Mientras se preguntaban dónde podía estar, se abrió la puerta, apareció un hombrecillo de no más de tres cuartas de altura, vestido con un hábito franciscano y portando el candil extraviado. «Es que s'había acabáu l'aceiti, asina que l'ìu anllenal. Aquí sos lo deju chisporreandu». En un santiamén colgó el candil de un escabel y desapareció antes de que pudieran darle alcance. Este duende siguió haciendo trastadas en el lugar hasta que la Casa Concejo fue demolida en 1940 y se vio obligado, según cuentan, a mudarse a una vivienda de la calle Fragua.

Duendes de la prensa de Tía Quica

A mediados del siglo XIX, una mujer conocida como tía Quica construyó un lagar de aceite en el regato del Cristo, a la izquierda del camino del Charco de las Culebras. Esta almazara, conocida como Prensa de Tía Quica, adquirió renombre desde el día de su inauguración por la presencia de varios duendes que acudieron al lugar.

Al poco tiempo de empezar a trabajar, los lagareros se dieron cuenta de que cada noche, cuando todos descansaban, les desaparecía el aceite de las tinajas, lo cual era imposible porque todas las puertas estaban atrancadas y nadie, salvo los operarios que había dentro, podía entrar o salir.

Para descubrir al ladrón, uno de ellos se quedó despierto para hacer de vigía. Una de esas noches vio como unos duendes, colocados en fila, se iban pasando cuernas repletas de aceite que iban sacando de las tinajas hasta un pequeño albañal practicado en uno de los muros. Al darse cuenta de que eran espiados, se dieron a la fuga y nunca más se supo de ellos. Parece ser que se refugiaron en la Prensa de la Serrana, donde les daban hurgonazos a los lagareros adormilados, se ventilaban las sopas que dejaban descuidadas, trasegaban las aceitunas ajenas, etc. Para evitar sus trastadas, colocaban a la puerta de la prensa un gamellón lleno de pipas, que los duendes lógicamente, por tener un agujero en la palma de la mano, se ponían a contar y nunca acababan.

El duende de Tía María la Pascualeja

Una mujer conocida como tía María la Pascualeja se topó con un duende por las Viñas de la Melliza una tarde que salió a recoger serrajas para alimentar a sus conejos. El duende iba vestido de rojo, con capucha, babuchas y orejas alargadas de ratón. El hombrecillo le pidió por caridad que le curara a su hijo, ya que la sola presencia de un humano podía sanarlo de la extraña enfermedad que tenía. Tía María no pudo negarse y acompañó al duende hasta una olivera cercana. Este le mandó cerrar los ojos y le pidió que no los abriera hasta escuchar el llanto de su hijo.

Cuando la tía María pudo abrir los ojos, se encontraba en un salón subterráneo perfectamente iluminado que comunicaba con una habitación en la que estaba el duende enfermo. Cuando el pequeño se percató de su presencia, se tiró de la cuna, se le enganchó fuertemente a las pantorrillas, le quitó las raídas alpargatas y se puso a chuparle los dedos gordos de los pies. En cuanto el enfermo terminó de lamer todo rastro de suciedad de los pies de tía María, se encontró plenamente curado.

El agraciado padre le dijo que cogiera como pago cualquier cosa de su casa, un auténtico palacio donde el oro y las joyas se amontonaban por todos los rincones. Tía María, por la razón que fuera, no quiso nada y el duende se llenó el gorro con paja y la vertió sobre el mandil de la mujer. Tras esto, la llevó de nuevo al mundo exterior, junto a la olivera, y tía María se sacudió la paja del mandil contrariada por tan extraño regalo.

Regresó a casa cuando ya era noche cerrada y, para no gastar aceite, se acostó a oscuras. Al vestirse por la mañana y ponerse su mandil, oyó cómo caía algo metálico al suelo: se trataba de una paja hecha completamente de oro. Desesperada, volvió corriendo a la olivera, pero ya era tarde y el resto de pajas había desaparecido. Desde entonces se dedicó a esperar en la portera de las Viñas a que pasara otro duende que requisiera de sus servicios curanderos. Quienes la veían le preguntaban: ¿Qué, tía María; sentá en la machonera? -Aquí andu, sentaíta de Pascua a Pascua. Y por esta respuesta acabó siendo conocida como tía María la Pascualeja.

El duende de la casa de los Moros

En el camino de las Canchorras, antes de alcanzar las Pasaeras de Santa Marina, se encuentra una cueva semioculta en una cresta rocosa. Se dice que en dicha cueva, conocida como «la casa de los moros», habitan unos seres diminutos que custodian enormes riquezas y que solo en caso de extrema necesidad se muestran a los mortales. Esa necesidad fue la que los obligó a recurrir a una rabadana de Ahigal.

Andaba una pastora cuidando un rebaño de ovejas por aquellos parajes y, como hacía unos meses que había tenio un niño y no encontraba con quien dejarlo, siempre lo llevaba consigo. A la hora de la siesta, se recostó bajo una olivera con la blusa desabrochada para que su hijo pudiera mamar mientras descansaba. Al poco oyó unos pasos y, al entreabrir los ojos, vio a un hombrecillo que apenas alcanzaba las tres cuartas de altura. La pastora se abrochó la camisa y le espetó al duendecillo que muy importante tenía que ser lo que quería para ir a despertarla a la hora de la siesta. Éste venía a buscar ayuda, pues su mujer había muerto y no podía alimentar adecuadamente a su hijo; por eso, al ver que ella también era madre, quería pedirle que le diera de mamar a su criatura al menos durante tres semanas, que es el tiempo en el que los duendecillos son lactantes antes de tomar alimentos sólidos.

Pasado el tiempo, cuando se destetó el duendecillo, el padre quiso pagar a la pastora por sus servicios, pero se negó a aceptar nada porque lo había hecho por caridad. Como el hombrecillo no cejaba en su empeño de pagarle, le entregó una hogaza de pan y le dijo que no lo partiera hasta la mañana de San Juan, ya que hasta ese día no cuajaría la masa y si lo guardaba bien se haría con una gran fortuna. La mujer lo guardó en un arcón lejos de miradas indiscretas, pero la tentación de comerse un trozo pudo con ella y un día le dio un pellizco. Ante su sorpresa, el pan comenzó a desinflarse y de él salían polvos dorados que se volatizaban al instante. Si lo hubiera guardado hasta San Juan como le dijo el duende, los polvos habrían cuajado y el pan se habría convertido en un lingote de oro.

Las luces del Molino Soso

Según lo que le contaron a José María Domínguez Moreno, autor de Leyendas de Ahigal, a finales del siglo XIX o principios del XX, un vecino de Ahigal, siempre que volvía al pueblo en plena noche bajo la luz de la luna, solía toparse con unas extrañas luces cuando atravesaba el arroyo Palomero a la altura del Molino Soso.

Este fenómeno se hizo tan común para él y su burra que ninguno de los dos se asustaba cuando las luces saltaban al camino delante de ellos y se ponían a botar como pelotas de goma. Una vez hasta se subieron a las orejas del animal, justo a la altura de los ojos de nuestro protagonista. Tan familiar se volvió con estas luces que le dijo a una de ellas: «Si eris ánima bendita, vaiti; peru si eris presona, pués quealti». Como la luz no se marchó, el ahigaleño llegó a la conclusión de que no se trataban de los espíritus de los muertos, pero por su extraño aspecto y comportamiento, tampoco podían ser humanos normales y corrientes; así que sólo podían tratarse de duendes. Finalmente pudo comprobar su teoría cuando un día fue a inspeccionar el lugar en el que había rebotado una de esas luces: en lugar de encontrar la huella cóncava de una pelota, halló la marca de una babucha no más grande que un dedal y al lado una señal como el pico de una lenza. Ya no había dudas, se trataban de duendes y, en ese caso, un duende cojo que andaba con bastón.



Islas Baleares

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Su nombre en castellano podría traducirse como «el hombre de un codo», ya que precisamente medía la distancia que hay entre el codo y la muñeca. Es una especie de duende o follet que viste ropas de colores muy chillones, es muy barbudo y tiene el pelo largo y blanco.

La leyenda cuenta que una mujer, mientras estaba trabajando en la cocina, oyó el chirrido de la polea del pozo fuera de su casa. Al acercarse para ver qué había producido el ruido se encontró con un hombrecillo que le preguntó si podía ayudarle. El home de sa colzada acababa de ser padre y, para celebrarlo con sus amigos, quería invitarles a un festín, pero no tenía la ropa adecuada y por eso le pedía a ella si le podía dejar la suya. La mujer le dejó el mantel y las servilletas que tenía guardadas por las grandes ocasiones. Al cabo de unos días volvió a oír el chirrido en el pozo y vio cómo el hombrecillo le devolvía toda la ropa, limpia y planchada, agradeciéndole mucho el favor que le había hecho. La mujer, al devolver la ropa al armario, encontró que en cada dobladillo había una dobla de oro.

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