El ojáncano, también llamado ojáncanu, juáncanu, jáncano o páncano, es un monstruo maligno de las tierras cántabras. Se trata de un gigante de un solo ojo, similar a los cíclopes, que representa todo lo malvado y cruento. En Extremadura se le conoce como jáncanu, mientras que en Castilla y León, Asturias, Galicia y en el País Vasco sus equivalentes más parecidos son el Ojaranco, el Patarico, el Olláparo y el Tártalo.
Este gigante tenía la tez morena y llena de cicatrices como las que deja la viruela; de ahí que el término jancanosu signifique en cántabro «picado por la viruela». El único ojo que tiene en medio de la frente brillaba por la noche como los de los lobos y siempre lanzaba miradas turbias y llenas de malas intenciones. Cuentan que iba desnudo, pero su espesa melena y enmarañada barba pelirroja le cubrían todo el cuerpo hasta las rodillas. En su horrible boca tenía dos hileras de dientes, mientras que sus pies eran redondos y estaban provistos de diez dedos cada uno. Algunas versiones cuentan que tiene una gran nariz en la que se posan los milanos y los cuervos, sus únicos amigos junto al cuegle, para contarle lo que han visto en sus vuelos.
El folklorista Manuel Llano dijo en su obra Brañaflor que el ojo y las melenas del ojáncanu resplandecían por la noche como una lumbre. Por esto, los ancianos del lugar sentían un pavor terrible cuando, resoplando como un oso y con su tronante voz, lo veían pasear resplandeciendo como una llama en las frías y nevadas noches de enero. Por si fuera poco, sólo tenían una debilidad: un pelo cano que les crecía en la barba. Si alguien lograba arrancarlo, quedaban ciegos, se debilitaban y finalmente morían. Otras leyendas hablan de un pequeño hueco que tienen en la frente; si se conseguía atinar en él con una piedra, supondría el fin para el ojáncano.
Los ojáncanos dedicaban su existencia al mal y sólo las anjanas podían ofrecer protección contra ellos. Mataban a todo aquel que se encontrasen, secuestraban a las pastoras, robaban niños para chuparles la sangre y devorarlos, secaban las fuentes llenándolas de peñas, destruían las cabañas de los cabreros o derribaban árboles y puentes. Para evitar que los recién nacidos fuesen secuestrados, sus madrinas les untaban la frente con un ungüento hecho a base de agua bendita, laurel y un poco de harina en el caso de los niños y sin harina para las niñas.
Además mataban osos para untarse con su grasa las barbas y fabricarse una honda con sus pieles. A parte de humanos, también incluían en su dieta las hojas de los acebales, andrinas, bellotas y ganado. Lo único que el ojáncano evitaba devorar eran las setas y las fresas silvestres, que eran un veneno para él. De vez en cuando se podía dar el nacimiento de un ojáncano bondadoso. Éstos se dejaban acariciar como animales o niños y, en agradecimiento, avisaba a los pastores de la presencia de los ojáncanos malvados.
Al igual que en el mito de Polifemo, el ojo era otro de sus puntos débiles y, si un ojáncano quedaba cegado, se vería abocado a la muerte tarde o temprano. Una vez, un ojáncano se enzarzó en una pelea con el cúlebre o dragón que protegía los tesoros de una anjana. Aunque logró vencer al reptil, perdió el ojo durante la lucha y un pastor aprovechó su cegera para arrancarle el pelo blanco de la barba. Otro ojáncano, cuenta Manuel Llano, se vio asaltado por una manada de lobos que acabaron dañándole el ojo. En un giro de los acontecimientos, una anjana se apiadó de él y se lo llevó a su palacio subterráneo para cuidarlo. El ojácano fue agradecido y la anjana le sacaba a tomar el sol como si fueran un ciego y su lazarilla.
Pese a tener pareja femenina, los ojáncanos eran estériles y su manera de reproducirse era bastante macabra. Cuando uno estaba ya tan viejo que apenas podía caminar, sus semejantes lo mataban y lo enterraban al lado de una cajiga después de sacarle las entrañas. Tras nueve meses, del cuerpo del gigante muerto surgían unos gusanos amarillos que olían a carne podrida. Eran criados por la Ojáncana, que les daba de mamar sangre de sus enormes pechos hasta que, poco a poco, crecían y se convertían en ojáncanos a los tres años. En esta etapa de sus vidas le tenían un miedo tremendo a las lechuzas y a los «sapos voladores», es decir, los murciélagos, ya que si les tocaban la cabeza morían si no les daban una hoja de avellano untada en sangre de zorro.
Este gigante tenía la tez morena y llena de cicatrices como las que deja la viruela; de ahí que el término jancanosu signifique en cántabro «picado por la viruela». El único ojo que tiene en medio de la frente brillaba por la noche como los de los lobos y siempre lanzaba miradas turbias y llenas de malas intenciones. Cuentan que iba desnudo, pero su espesa melena y enmarañada barba pelirroja le cubrían todo el cuerpo hasta las rodillas. En su horrible boca tenía dos hileras de dientes, mientras que sus pies eran redondos y estaban provistos de diez dedos cada uno. Algunas versiones cuentan que tiene una gran nariz en la que se posan los milanos y los cuervos, sus únicos amigos junto al cuegle, para contarle lo que han visto en sus vuelos.
El folklorista Manuel Llano dijo en su obra Brañaflor que el ojo y las melenas del ojáncanu resplandecían por la noche como una lumbre. Por esto, los ancianos del lugar sentían un pavor terrible cuando, resoplando como un oso y con su tronante voz, lo veían pasear resplandeciendo como una llama en las frías y nevadas noches de enero. Por si fuera poco, sólo tenían una debilidad: un pelo cano que les crecía en la barba. Si alguien lograba arrancarlo, quedaban ciegos, se debilitaban y finalmente morían. Otras leyendas hablan de un pequeño hueco que tienen en la frente; si se conseguía atinar en él con una piedra, supondría el fin para el ojáncano.
Los ojáncanos dedicaban su existencia al mal y sólo las anjanas podían ofrecer protección contra ellos. Mataban a todo aquel que se encontrasen, secuestraban a las pastoras, robaban niños para chuparles la sangre y devorarlos, secaban las fuentes llenándolas de peñas, destruían las cabañas de los cabreros o derribaban árboles y puentes. Para evitar que los recién nacidos fuesen secuestrados, sus madrinas les untaban la frente con un ungüento hecho a base de agua bendita, laurel y un poco de harina en el caso de los niños y sin harina para las niñas.
Además mataban osos para untarse con su grasa las barbas y fabricarse una honda con sus pieles. A parte de humanos, también incluían en su dieta las hojas de los acebales, andrinas, bellotas y ganado. Lo único que el ojáncano evitaba devorar eran las setas y las fresas silvestres, que eran un veneno para él. De vez en cuando se podía dar el nacimiento de un ojáncano bondadoso. Éstos se dejaban acariciar como animales o niños y, en agradecimiento, avisaba a los pastores de la presencia de los ojáncanos malvados.
Al igual que en el mito de Polifemo, el ojo era otro de sus puntos débiles y, si un ojáncano quedaba cegado, se vería abocado a la muerte tarde o temprano. Una vez, un ojáncano se enzarzó en una pelea con el cúlebre o dragón que protegía los tesoros de una anjana. Aunque logró vencer al reptil, perdió el ojo durante la lucha y un pastor aprovechó su cegera para arrancarle el pelo blanco de la barba. Otro ojáncano, cuenta Manuel Llano, se vio asaltado por una manada de lobos que acabaron dañándole el ojo. En un giro de los acontecimientos, una anjana se apiadó de él y se lo llevó a su palacio subterráneo para cuidarlo. El ojácano fue agradecido y la anjana le sacaba a tomar el sol como si fueran un ciego y su lazarilla.
Ilustración de Gustavo Cotera |
La ojáncana
Si el ojáncano no presentaba suficiente mal para el mundo, la ojáncana, que era su compañera, era muchísimo peor. Era una ogresa de aspecto espantoso, pelos revueltos, piel agrietada y estaba dotada de un par de grandes colmillos como los de un jabalí. Sus pechos eran tan grandes que tenía que echárselos a la espalda para caminar con comodidad. Devoradora de niños por excelencia, no le hacía ascos a ningún animal cuando andaba falta de infantes. La única criatura que no se atrevía a tocar era la rámila o garduña, una especie de comadreja. Tal eran los males que provocaban que se sabe de intentos de aplacarla dejándole cuencos de leche o sangre a modo de ofrenda. A veces se la representa con un solo ojo, como su compañero, y otras con dos, pero lo que García-Lomas deja claro en Mitologías y supersticiones de Cantabria es que tenía una mirada tan dura y penetrante que podía mirar directamente al sol sin dañarse.Pese a tener pareja femenina, los ojáncanos eran estériles y su manera de reproducirse era bastante macabra. Cuando uno estaba ya tan viejo que apenas podía caminar, sus semejantes lo mataban y lo enterraban al lado de una cajiga después de sacarle las entrañas. Tras nueve meses, del cuerpo del gigante muerto surgían unos gusanos amarillos que olían a carne podrida. Eran criados por la Ojáncana, que les daba de mamar sangre de sus enormes pechos hasta que, poco a poco, crecían y se convertían en ojáncanos a los tres años. En esta etapa de sus vidas le tenían un miedo tremendo a las lechuzas y a los «sapos voladores», es decir, los murciélagos, ya que si les tocaban la cabeza morían si no les daban una hoja de avellano untada en sangre de zorro.
Ilustración de Gustavo Cotera |
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