Mouros

En Galicia, los mouros, o moros, son los miembros de un pueblo mágico a los que se les atribuye la edificación de castros, castillos, mámoas y demás monumentos megalíticos. Se cree que fueron los primeros pobladores de Galicia y son comparables a los Daoine sidhe, los Tylwyth Teg y el resto de pueblos feéricos de Europa.

Además, los mouros no se encuentran solamente en Galicia, también aparecen con otros nombres o variaciones en regiones como Euskadi, Asturias, Aragón, León, Cantabria y Cataluña. De ahí que tengamos seres como el pueblo de los jentiles, las xanas, las moras, las encantadas, las mozas del agua o las alojas. En Portugal, el país vecino, se les conoce como Moiras encantadas.

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El mundo de los mouros

Los mouros viven bajo tierra en ciudades que se encuentran debajo de sus construcciones de la superficie. El país de los mouros se conoce como Mourindade y sólo sus habitantes saben dónde encontrar sus puertas y cómo abrirlas. Así, cuentan que un señor de Maceda que regresaba de la feria de Castro Caldelas se encontró con una niña perdida al pasar por el monte Rodicio; apiadado de ella, la montó en su caballo y, sin saber cómo, llegaron hasta unas grandes peñas. La niña se desmontó en aquel lugar y llamó con el pie, abriendo así una puerta a su morada secreta.

Pese a ser paganos, tienen iglesias en sus ciudades e intentan que los humanos bauticen a sus hijos. También realizan las mismas tareas que los mortales: cuidan del ganado; crían gallinas, que suelen ser de oro; hilan, tejen, cantan, bailan, acuden a festividades, etc. Son conocidos por guardar grandes tesoros y tener utensilios hechos de oro, como peines, tijeras, hoces y demás.

Tratos con los humanos

Este pueblo mágico mantenía tratos con los hombres; a cambio de algún trabajo o favor, les pagaban con piedras, hojas, ramitas o excrementos de oveja que, al llegar a casa, se convertían en monedas de oro. Alberto Álvarez Peña recoge algunos ejemplos de estos pactos, como el de una mujer de San Pedro de Gaxate que amamantó al hijo de una moura; ésta, agradecida, le dio unos pedazos de madera que al llegar a casa se volvieron de oro.

La moura que vivía en el castro da Medorra da Barrela, en Santiago de Piúgos, se topó una tarde con un hombre que iba a caballo. Cuando llegó hasta ella, le dio unos clavos para las herraduras de su caballo y unos carbones, recomendándole que no los mirase hasta llegar a casa. A la vuelta, el hombre desdeñó los carbones y los tiró, pero cuando llegó a su hogar descubrió que algunos se le habían quedado en los pliegues de la ropa y se habían transformado en oro. Algo parecido le ocurrió a un muchacho que recibió como pago unas cagarrutas de oveja por peinar a la moura del castro de Formigueiros; los excrementos se transformaron en oro cuando llegó a casa, pero el joven lo tiró casi todo al ver lo que eran.

Traicionar su confianza

Por desgracia, no todo acababa bien al tratar con los mouros. Si una persona desvelaba sus secretos, podía sufrir terribles castigos, como ocurrió en el caso del señor de la Casa de Fraga, el cual ganó una gran fortuna gracias a la moura que habitaba en el castro de San Estevo de Vilamor. Él le llevaba alimentos a la encantada y ésta le pagaba con oro. El hombre tenía como condición que no podía revelar a nadie este trato, pero su mujer, a base de mucho preguntar, consiguió sonsacarle de dónde sacaba tanto dinero. Al día siguiente, la moura obsequió al hombre con una saya para su mujer; éste, antes de llegar a casa, la colgó de un árbol y al instante estalló en llamas. Obviamente, aquella saya era una venganza de la moura; un castigo idéntico que aplican las xanas asturianas o Mari, la diosa principal del País Vasco.

Del mismo modo, en el monte das Croas, en San Martiño de Salcedo, un hombre entró en negocios con una moura y se hizo rico. Un día cayó enfermo y los médicos lo daban por perdido, pero misteriosamente, el hombre fue recuperando la salud. Un día, su mujer llegó a casa antes de lo previsto y se encontró con la moura cuidando de su marido. Pidiéndole explicaciones, el hombre acabó confesando sus tratos con la encantada y que ésta le estaba curando con sus remedios. Al contarle lo sucedido había sellado su destino, ya que al día siguiente lo encontraron muerto con el cuerpo totalmente amoratado, como si le hubieran dado una paliza.

Por si esto no fuera lo suficientemente terrible, también podían secuestrar y devorar humanos. En la comarca de La Limia, en el Castro de Piñeira, una cría conocida como Mariquitiña pastoreaba sus ovejas mientras una moura la cuidaba peinándola. A parte de esto, también le entregaba unos carbones que al llegar a casa se volvían oro, pero no debía contarle a nadie quien se los daba. Desgraciadamente, Mariquitiña acabó confesando de dónde sacaba el dinero ante las insistentes preguntas de su madre, por lo que, al día siguiente, la pobre muchacha desapareció en el monte. Cuando su madre fue a buscarla gritando su nombre, cerca de un lugar hoy conocido como O Peinador a Moura escuchó a alguien decir: «La Mariquitiña, por lengua suelta, está en mi barriga, frita con ajo y mantequilla».

Caso particular, y siguiendo en la temática de la antropofagia, es el de una malvada moura que vivió en la aldea de Rosén, en Ourense. Esta moura murió de hambre cuando se quedó sin reservas de comida y no le quedó otra que devorar a todos los hijos que tuvo con los hombres de la parroquia.

Cuidado al desencantarlas

Los mouros, como ya se ha dicho antes, custodian grandes tesoros, en especial sus mujeres, que pueden estar prisioneras por un encanto. A estas mouras también se les conoce como encantadas, señoras, señoritas, damas, donas, mozas, encantos, reinas y princesas. Aunque suelen presentarse solas casi siempre, también hay leyendas de mouras que se aparecen juntas, siempre en número de tres, denominándoselas entonces aureanas. Cuando esto sucede, las mouras habitan en una o en tres fuentes conectadas entre sí. Suelen ser hermosas jóvenes de piel pálida y largos cabellos rubios o cobrizos. Llevan bellos y elegantes vestidos y dedican su tiempo a peinarse sentadas a la orilla de fuentes o a la entrada de sus guaridas.

Existen diversos métodos para liberar a las mouras de sus hechizos: a veces, se convierten en serpientes y se les debe dar un beso en la boca mientras se enroscan en el cuerpo del valiente que intenta desencantarlas. Otras ofrecen a los viajeros varios objetos preciosos para que elijan uno; si escogen el correcto, romperán el encanto. Por último, pueden encargarle a un joven que lleve un pan su guarida. Este se convertiría en un caballo que la sacaría de su prisión, pero si le faltase algún trozo, el caballo aparecería cojo y el intento de desecantar a la moura fracasaría, provocando así que el encanto dure más tiempo y que la dama busque vengarse por ello.

Como ejemplo de los peligros que implica fallar al desecantar a una moura, tenemos una historia de Begonte en la que el tío Xan de Casanova, un vecino del lugar, se encontró a una gallina con sus polluelos cuando estaba guardando sus vacas. Al acercarse a ellos, vio a una mujer que transportaba una piedra en la cabeza mientras cosía con unas tijeras relucientes. La mujer le preguntó qué le gustaba más, si las tijeras o ella. El tío Xan contestó que prefería las tijeras, así que la mujer, desdeñada, se las clavó en los ojos.

Los xacios: el pueblo acuático

A lo largo del río Miño habita cierta raza de mouros conocida como xacios. Se encuentran principalmente entre las comarcas de Lemos y Chantada, en las aldeas de Chouzán, Parleira, Cabeceira y al pie del castro de Marce. Estos mouros viven bajo el agua y se cree que las xacias, sus hermosas mujeres, atraen a los mozos a su perdición.

Es bastante conocida la historia de un vecino de Vilar de Ortelle que se topó con una xacia muy hermosa en la orilla del río. Ella le dijo que si la bautizaba, quedaría desencantada y se casaría con él. Así lo hizo el hombre y tuvieron varios hijos que heredaron de su madre la afición por estar cerca del agua. A su padre no le gustaba esta actitud, así que una vez que se enfadó con ellos, les gritó: «¡Marchaos de aquí, hijos de una xacia!». Esta falta de respeto y el mal humor de su marido molestó tanto a la xacia que lo abandonó y regresó con los suyos. Desafortunadamente, por haberse hecho cristiana, la descuartizaron y sólo se pudieron encontrar sus entrañas flotando en el río.

Las desgracias no se quedaron aquí. La hija menor de la pareja acabó haciéndose amiga de una xacia cuando salía con el ganado al monte. La xacia le regalaba granos de maíz moreno que se le volvían onzas de oro en la faltriquera. Pero siempre le decía que no le contase nada a nadie y que si no obedecía se la llevarían las xacias para siempre. La pobre chica, de nombre Sabela, tuvo la debilidad de contárselo a su padre, y un día que salió de casa ya no volvió nunca más. Al ver que su hija no volvía, el padre se echó al monte en su busca. El pobre hombre se desgañitó gritando el nombre de su hija, pero cuando regresaba a casa desesperanzado, oyó una voz que le dijo: «Sabeliña, Sabelón, fritida está en aceitón». Así descubrió que los xacios se la habían comido.

Ilustración de Marina Seoane para el libro Hadas, de Jesús Callejo

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