Los duendes (castellano antiguo: «duen de casa»; dueño de la casa) son seres feéricos masculinos de carácter hogareño que se establecen en las casas de los humanos y causan trastadas a sus habitantes. En la gran mayoría de España, sobre todo en el norte, se les conoce como trasgos, follet en Cataluña y Martinico o Martinillo en Castilla y León, La Mancha, Aragón o Andalucía. Son de baja estatura, acostumbran a vestir de rojo y, aunque su aspecto es humano, suelen presentar alguna deformidad, como una cojera, extrema fealdad, cuernecillos, cola o una mano agujereada, aunque esto varía de región en región. Son de naturaleza etérea y tienen la capacidad de ser invisibles y de cambiar de aspecto, presentándose a veces como ciertos animales.
El tesoro de la lengua castellana dice de ellos que también habitan lugares subterráneos donde guardan tesoros. Éstos, al ser cogidos por los hombres, se convertían en carbón, de ahí que la expresión «tesoro de los duendes» venga a referirse a un dinero o fortuna que se ha gastado rápidamente sin saber cómo. Otro dicho popular que se encuentra en obras como La dama duende, de Calderón de la Barca, afirma que estos espíritus tienen una mano de hierro y otra de lana, tal vez como metáfora para decir que a algunas personas les arrean golpes más recios que a otras.
Los trasgos castellanos, o Martinicos, suelen llevar hábitos de monje capuchino. En Aragón se cree que son los encargados de adormecer a los niños pequeños; por eso, cuando un chiquillo se está quedando dormido, se dice que «ya viene Martinico». Esta vestimenta clerical es bastante común entre los duendes españoles. En Extremadura se pueden encontrar unos duendes conocidos como frailecillos por las vestimentas que llevaban. Estos frailecillos destacaban por ser horriblemente feos, de grandes y anchas orejas, brazos huesudos y largos, una pronunciada chepa y grandes pies que arrastran al andar. Publio Hurtado dijo de ellos en su Supersticiones extremeñas que se cuelan por las cerraduras de las puertas, les pellizcan los ojos a los que están durmiendo e incluso les cortan con navajas de barbero o les cosen el culo. Al igual que ocurre con otros espíritus domésticos, como los brownies ingleses, los duendes castizos suelen ayudar con las tareas del hogar, pero si se les regalan ropas nuevas por sus servicios, se ofenden o se consideran demasiado buenos como para seguir trabajando. Un ejemplo de esto se puede ver en la historia El duendecillo fraile, un cuento recogido por Cecilia Böhl de Faber.
El folklorista Jesús Callejo menciona en su obra Duendes que en Andalucía y ambas Castillas se llama al Diablo de manera coloquial como Martín, por lo que llamar Martinico a estos duendes sería una manera de catalogarlos como pequeños diablillos, tal y como indica el jurisconsulto Torreblanca en el tomo IV de su Iuris spiritualis: «Duendes daemones sunt qui cum hominibus fingunt inhabitare... Hoc genus daemoniorum est inferioris ordinis» (latín: Los duendes son demonios que habitan con los hombres... esta clase de demonios es de un orden inferior).
Visto lo anterior, era un pensamiento popular que los duendes eran ángeles caídos que no fueron lo suficientemente malvados como para ir al Infierno ni tan buenos como para permanecer en el Cielo, por lo que buscaron cobijo en la tierra. Otras creencias los tenían por los espíritus de niños sin bautizar o de los paganos anteriores a Cristo, similares a los dioses manes o a los lémures y larvas de los romanos, tal y como mencionó Torquemada en El jardín de las flores.
Antonio de Fuentelapeña trató sobre la naturaleza de los duendes en su obra El ente dilucidado, donde dijo que éstos no pueden ser ángeles porque tales seres celestiales no se rebajarían a realizar las bobas e inútiles acciones de los duendes; no serían demonios porque éstos se encargan de tentar a los hombres y carecen de gozo y alegría, por lo que tampoco participarían en los juegos que se les atribuye a los duendes ni realizarían labores del hogar beneficiosas como ocurre en algunos casos. Finalmente, no serían las almas de los difuntos porque estarían en la Gloria del Cielo, purificándose en el Purgatorio o encarceladas en el Infierno. Así pues, Fuentelapeña llegó a la conclusión de que serían animales aéreos e invisibles que se originan por generación espontanea a partir del aire pútrido de sótanos, desvanes o viejos casones abandonados donde no hay ventilación.
Cuando un duende se instalaba en una casa comenzaban los problemas, ya que se dedicaban a hacer toda clase de molestias: lanzaban gritos, se reían a carcajadas, soltaban lamentos y quejidos, daban golpes, perdían objetos, movían los muebles, jugaban a los bolos o trasteaban con la cubertería de la cocina. También molestaban a los dueños de la casa cuando estaban durmiendo o tiraban piedras, aunque nunca con la intención de dañar gravemente a nadie. A pesar de su carácter molesto, Fuentelapeña afirmaba que a los duendes les agradaban los niños y gustaban especialmente de los caballos, a los que cuidaban y adornaban con cariño.
Julio Caro Baroja cuenta en Del folklore castellano que la creencia en los duendes estaba tan extendida en España durante el siglo XVI que una persona podía abandonar una vivienda recién adquirida si descubría al llegar que en ella habitaban duendes. También eran famosas las historias de duendes que se encariñaban con una familia y, cuando decidían abandonar la casa para librarse del molesto espíritu, éste salía corriendo detrás de ellos o aparecía en la carreta llevando algún utensilio olvidado en la casa.
Una de las historias más famosas sobre estos espíritus es la referida al duende de Mondéjar, contada por María Medel, de Castilla la Mancha, en el 1759, a su ama doña María Teresa Murillo. Medel le contó a su ama que, cuando era niña en su pueblo natal, Mondéjar, ella y otras niñas iban a jugar a la mansión del marqués de los Palacios, donde se oían extraños ruidos como lamentos o arrastrar de cadenas. Un buen día se les presentó un personaje al que llamaron duende Martinico, que aparentaba diez años de edad, muy feo y vestido de capuchino. María y él se hicieron buenos amigos, éste les mostraba las habitaciones cerradas de la mansión y en una ocasión incluso se transformó en una gran serpiente para alardear de sus habilidades. El ama, al oír esto, dio parte de la historia a la Santa Inquisición, aunque, por suerte, no le dieron mucha importancia y dejaron en paz a María Medel.
Cuenta Torquemada en El jardín de las flores curiosas que él mismo, cuando estudiaba en Salamanca con diez años, vio las fechorías causadas por los duendes que infestaban una casa. La dueña de dicha morada era una mujer muy importante en la localidad, viuda y vieja que contaba con cinco mujeres a su servicio. Por el pueblo se fue conociendo el rumor de que un trasgo vivía en su casona y, entre sus muchas burlas, se encontraba la de hacer llover piedras del techo, aunque nunca llegaban a lastimar a nadie. Alcanzó este suceso tanta fama que el Corregidor de por aquel entonces quiso desentrañar la verdad del asunto y, acompañado de más de veinte personas, acudió a la casa de la mujer y mandó a un alguacil y a otros cuatro hombres que registrasen todo el lugar.
Como no hallaron nada, el Corregidor le dijo a la mujer que estaba siendo engañada; que, seguramente, uno de los enamorados de sus criadas se colaba en la casa y era él el que lanzaría las piedras. La mujer se mostró bastante confusa ante las burlas del Corregidor y de los otros hombres, porque ella afirmaba que la caída de piedras en su hogar era de naturaleza sobrenatural y que no entendía porque ahora no ocurría. Cuando todos bajaron de la segunda planta, estando al cabo de la escalera, cayeron tantas piedras rodando que parecía que hubiesen tirado tres o cuatro cestos llenos. Ante esto, el Corregidor mandó a los mismos de antes a registrar la casa con gran rapidez para encontrar al artífice de esto, pero volvieron sin encontrar a nadie.
Los trasgos castellanos, o Martinicos, suelen llevar hábitos de monje capuchino. En Aragón se cree que son los encargados de adormecer a los niños pequeños; por eso, cuando un chiquillo se está quedando dormido, se dice que «ya viene Martinico». Esta vestimenta clerical es bastante común entre los duendes españoles. En Extremadura se pueden encontrar unos duendes conocidos como frailecillos por las vestimentas que llevaban. Estos frailecillos destacaban por ser horriblemente feos, de grandes y anchas orejas, brazos huesudos y largos, una pronunciada chepa y grandes pies que arrastran al andar. Publio Hurtado dijo de ellos en su Supersticiones extremeñas que se cuelan por las cerraduras de las puertas, les pellizcan los ojos a los que están durmiendo e incluso les cortan con navajas de barbero o les cosen el culo. Al igual que ocurre con otros espíritus domésticos, como los brownies ingleses, los duendes castizos suelen ayudar con las tareas del hogar, pero si se les regalan ropas nuevas por sus servicios, se ofenden o se consideran demasiado buenos como para seguir trabajando. Un ejemplo de esto se puede ver en la historia El duendecillo fraile, un cuento recogido por Cecilia Böhl de Faber.
El folklorista Jesús Callejo menciona en su obra Duendes que en Andalucía y ambas Castillas se llama al Diablo de manera coloquial como Martín, por lo que llamar Martinico a estos duendes sería una manera de catalogarlos como pequeños diablillos, tal y como indica el jurisconsulto Torreblanca en el tomo IV de su Iuris spiritualis: «Duendes daemones sunt qui cum hominibus fingunt inhabitare... Hoc genus daemoniorum est inferioris ordinis» (latín: Los duendes son demonios que habitan con los hombres... esta clase de demonios es de un orden inferior).
Visto lo anterior, era un pensamiento popular que los duendes eran ángeles caídos que no fueron lo suficientemente malvados como para ir al Infierno ni tan buenos como para permanecer en el Cielo, por lo que buscaron cobijo en la tierra. Otras creencias los tenían por los espíritus de niños sin bautizar o de los paganos anteriores a Cristo, similares a los dioses manes o a los lémures y larvas de los romanos, tal y como mencionó Torquemada en El jardín de las flores.
Antonio de Fuentelapeña trató sobre la naturaleza de los duendes en su obra El ente dilucidado, donde dijo que éstos no pueden ser ángeles porque tales seres celestiales no se rebajarían a realizar las bobas e inútiles acciones de los duendes; no serían demonios porque éstos se encargan de tentar a los hombres y carecen de gozo y alegría, por lo que tampoco participarían en los juegos que se les atribuye a los duendes ni realizarían labores del hogar beneficiosas como ocurre en algunos casos. Finalmente, no serían las almas de los difuntos porque estarían en la Gloria del Cielo, purificándose en el Purgatorio o encarceladas en el Infierno. Así pues, Fuentelapeña llegó a la conclusión de que serían animales aéreos e invisibles que se originan por generación espontanea a partir del aire pútrido de sótanos, desvanes o viejos casones abandonados donde no hay ventilación.
Duende Martinico en el grabado No grites, tonta, de Francisco de Goya e ilustrado por Ricardo Sánchez en Duendes, obra de Jesús Callejo y Carlos Canales |
Julio Caro Baroja cuenta en Del folklore castellano que la creencia en los duendes estaba tan extendida en España durante el siglo XVI que una persona podía abandonar una vivienda recién adquirida si descubría al llegar que en ella habitaban duendes. También eran famosas las historias de duendes que se encariñaban con una familia y, cuando decidían abandonar la casa para librarse del molesto espíritu, éste salía corriendo detrás de ellos o aparecía en la carreta llevando algún utensilio olvidado en la casa.
Una de las historias más famosas sobre estos espíritus es la referida al duende de Mondéjar, contada por María Medel, de Castilla la Mancha, en el 1759, a su ama doña María Teresa Murillo. Medel le contó a su ama que, cuando era niña en su pueblo natal, Mondéjar, ella y otras niñas iban a jugar a la mansión del marqués de los Palacios, donde se oían extraños ruidos como lamentos o arrastrar de cadenas. Un buen día se les presentó un personaje al que llamaron duende Martinico, que aparentaba diez años de edad, muy feo y vestido de capuchino. María y él se hicieron buenos amigos, éste les mostraba las habitaciones cerradas de la mansión y en una ocasión incluso se transformó en una gran serpiente para alardear de sus habilidades. El ama, al oír esto, dio parte de la historia a la Santa Inquisición, aunque, por suerte, no le dieron mucha importancia y dejaron en paz a María Medel.
Cuenta Torquemada en El jardín de las flores curiosas que él mismo, cuando estudiaba en Salamanca con diez años, vio las fechorías causadas por los duendes que infestaban una casa. La dueña de dicha morada era una mujer muy importante en la localidad, viuda y vieja que contaba con cinco mujeres a su servicio. Por el pueblo se fue conociendo el rumor de que un trasgo vivía en su casona y, entre sus muchas burlas, se encontraba la de hacer llover piedras del techo, aunque nunca llegaban a lastimar a nadie. Alcanzó este suceso tanta fama que el Corregidor de por aquel entonces quiso desentrañar la verdad del asunto y, acompañado de más de veinte personas, acudió a la casa de la mujer y mandó a un alguacil y a otros cuatro hombres que registrasen todo el lugar.
Como no hallaron nada, el Corregidor le dijo a la mujer que estaba siendo engañada; que, seguramente, uno de los enamorados de sus criadas se colaba en la casa y era él el que lanzaría las piedras. La mujer se mostró bastante confusa ante las burlas del Corregidor y de los otros hombres, porque ella afirmaba que la caída de piedras en su hogar era de naturaleza sobrenatural y que no entendía porque ahora no ocurría. Cuando todos bajaron de la segunda planta, estando al cabo de la escalera, cayeron tantas piedras rodando que parecía que hubiesen tirado tres o cuatro cestos llenos. Ante esto, el Corregidor mandó a los mismos de antes a registrar la casa con gran rapidez para encontrar al artífice de esto, pero volvieron sin encontrar a nadie.
Esta vez en el portal, volvió a caer una lluvia de piedras; y el alguacil, cogiendo una que destacaba entre el resto, la lanzó por encima del tejado de una casa cercana y dijo: «Si tú eres demonio o trasgo, vuélveme aquí esta mesma piedra». Y en ese instante volvió a caer la misma piedra del techo y le dio un golpe en la vuelta de la gorra. Al reconocer la piedra, el Corregidor y el resto salieron espantados de la casa. Pocos días después acudió un clérigo al que llamaban «el de Torresmenudas», que exorcizó la casa con ciertos conjuros y las burlas y las piedras del duende cesaron desde entonces.
Duendecitos - Grabado de la serie Los caprichos de Francisco de Goya |
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