Follet

Los follets (catalán: duende) son los seres feéricos característicos de Cataluña y la zona levantina de España. Comparten muchas similitudes con el resto de duendes o trasgos de la península, aunque se les considera de menor tamaño, casi minúsculos en algunas regiones, pero normalmente no sobrepasan los treinta centímetros de alto. Jesús Callejo los describe en Duendes como pequeños hombrecillos de tez amarillenta, vestimenta colorida con rombos estampados, semejante a la de los arlequines, y tocados con un gorro rojo con cascabeles, además de tener la palma de la mano izquierda agujereada como los trasgus asturianos. En la Comunidad Valenciana a los follets se les conoce con diversos nombres, como cerdets, aficionados a cabalgar caballos a toda velocidad por la noche; donyets, vestidos con faja, chaleco y un pañuelo en la cabeza adornado con un cascabel; o duendos.

En varias partes de Cataluña se le asocia con distintos tipos de vientos. En el Pallars se denomina follet al viento huracanado. En Ribera de Cardós, folet o fulet es un remolino de viento. En el valle de Aneu, al viento que ondula los campos de trigo le denominan «follet», y en Campelles, afirman que «el follet es un mal esperit que va amb el vent». Por último, en la comarca de Olot, se suele decir que el «follet no falta nunca en los remolinos de viento». Según Olivier de Marliave, se les atribuye una inclinación lúbrica, diciéndose que atacaban a las jóvenes con intenciones lasvicas, por lo que en algunos lugares, como en el Rosellón, se esparcían granos de cebada o mijo como protección cuando soplaba un fuerte viento, pues se creía que el follet podía adoptar la forma del aire para atacar a las jóvenes.

Estos seres se cuelan en las casas bajando por la chimenea, pasando bajo las rendijas de puertas y ventanas o por el ojo de las cerraduras. Una vez dentro, se dedican a molestar y hacer ruidos, aunque podían tener un lado beneficioso. En El gran llibre de les criatures fantàstiques de Catalunya se dice que algunas de las bromas de los follets consistían en amarrarle la cola al ganado, volar la ropa tendida o desordenar la casa, pero estas jugarretas serían más bien un escarmiento por considerar a la familia de dicho hogar vaga y poco trabajadora. En S'Agaró se cuenta que trenzan las crines y colas de los caballos con tal maña que los campesinos, ante la imposibilidad de deshacerlas, se veían obligados a esquilarlos, mientras que en el alto Ampurdán existe el dicho de que nada corre más que un caballo con un follet escondido entre sus crines.

Un follet y un donyet ilustrados por Ricardo Sánchez en Duendes, de Jesús Callejo y Carlos Canales
Por la noche, cuando todo el mundo duerme, los follets se dedican a inspeccionar la casa y, si ven que todo está en orden, terminan cualquier pequeña tarea que se hubiera quedado a medias. Luego se escondían entre las cenizas de la chimenea, donde tenían establecidos sus cobijos. Por eso, en algunas regiones, para no molestar al follet, sólo limpiaban las cenizas de la chimenea el día de Pascua o en el de Todos los Santos, que también eran festivos para estas criaturas y salían a celebrarlo por toda la casa. Para tenerlos contentos también se les dejaban unas piedras a modo de asiento cerca de la chimenea para se sentaran y comentaran entre ellos al calor de las brasas en qué hogares los tratan bien y en cuales no. En el caso de que vieran que alguna minyona (empleada doméstica) se iba a la cama sin haber terminado sus tareas, como recoger los cacharros, fregar los platos, barrer, etc., acudían por la noche a sus estancias y le estiraban de los pies, le daban pellizcos, le hacían cosquillas o incluso llegaban a darle una paliza. De ahí que sea célebre la siguiente coplilla:

A toc d´oració
les minyones a recó
perqué corren el follet
i el girafaldilles,
que dona surres a les fadrines
.
Al toque de la oración
las criadas al rincón
porque corren el follet
y el girafaldas,
que dan azotes a las solteras

Joan Amades recogió en el tomo IV de su Costumari Catalá que los follets de la Garrotxa y el Ripollès, una vez terminada su ronda nocturna, se entretienen haciendo rodar una piedrecita muy preciada que les sirve de juguete y que procuran no perder nunca. Poseer la piedra de un follet trae ventura y riqueza sin límites y sólo es posible hacerse con una en la noche de San Juan. Durante esta festividad, los poderes de los seres mágicos menguan y se podría asustar a este duende haciendo grandes ruidos para que escapese sin reparar en su piedrecita. Pero esto conlleva un peligro, ya que si el follet se da cuenta de las intenciones del ladrón, se marchará con su piedra y maldecirá la casa sobre la cual caerá la desgracia más terrible.

Siguiendo lo atestiguado por Amades, en Lluçanés se tiene al follet por un ente invisible y diminuto, pequeño como un grano de mijo, que vela por la prosperidad de la casa. Por la noche se dedica a recoger migajas y cualquier pequeña cosa de utilidad para guardarlas cuidadosamente. Si algún día su familia pasa por problemas, les hará llegar de forma impensada todo lo que fue recogiendo para que les sirva de ayuda, pero si fueron vagos y poco trabajadores se desentenderá y los abandona a su suerte.

Jesús Callejo dice que si se quería atraer a un follet para ganarse su amistad había que dejar en la ventana un plato de miel, pasteles, frutas o golosinas, mientras que Joan Amades recogió una creencia de Lluçanès en la que los follets vivían dentro de los juncos y, los viejos arrieros que deseaban tener uno para que cuidara de su ganado, iban la noche de San Juan a recoger estas plantas para ver si por suerte topaban con una que fuera el hogar de un duende. Por el contrario, para deshacerse de ellos bastaba con dejar un plato con granos de mijo; cuando el follet vuelque el plato y vea el desorden que ha organizado, intentará recogerlo todo, pero al tener la mano agujereada, los granos se le caerán una y otra vez y se marchará aburrido, tal y como ocurre con el trasgu. Al igual que ocurre con el resto de seres feéricos, los follets aborrecen el hierro, por lo que cualquier arma o utensilio forjado de este metal los podía ahuyentar.

Como se ve, la noche de San Juan es una fecha señalada para interactuar de algún modo con estos duendes. En Surroca de las Minas y en Bruguera creen que durante esta noche los follets se reúnen en junta bajo las setas, especialmente en aquellas con la copa en forma de capucha o cucurucho, por lo que habría que abstenerse de coger alguna para no interrumpirlos y enfurecerlos.

En Baleares también existen unos geniecillos llamados follets, pero a diferencia de los peninsulares, éstos actúan más como familiares. Quien tenía la suerte de poseer un follet lo guardaba dentro de un zurrón o macuto de piel de gato o de foca, pero dado la vuelta, es decir, con el pelo en el interior. Gracias a él, su dueño podía acceder a mágicos poderes, como cambiar de forma, aparecer y desaparecer a voluntad o volar como el viento. Cuando el follet descansaba, prefería dormir en una talega de piel de chivo antes que en cualquier otro lugar.

Nada corre más que un caballo con un follet escondido entre sus crines.
Cerdet dibujado por Ricardo Sánchez en Duendes, obra de Jesús Callejo y Carlos Canales

Duende

Los duendes (castellano antiguo: «duen de casa»; dueño de la casa) son seres feéricos masculinos de carácter hogareño que se establecen en las casas de los humanos y causan trastadas a sus habitantes. En la gran mayoría de España, sobre todo en el norte, se les conoce como trasgos, follet en Cataluña y Martinico o Martinillo en Castilla y León, La Mancha, Aragón o Andalucía. Son de baja estatura, acostumbran a vestir de rojo y, aunque su aspecto es humano, suelen presentar alguna deformidad, como una cojera, extrema fealdad, cuernecillos, cola o una mano agujereada, aunque esto varía de región en región. Son de naturaleza etérea y tienen la capacidad de ser invisibles y de cambiar de aspecto, presentándose a veces como ciertos animales.

Lista de duendes y leyendas

El tesoro de la lengua castellana dice de ellos que también habitan lugares subterráneos donde guardan tesoros. Éstos, al ser cogidos por los hombres, se convertían en carbón, de ahí que la expresión «tesoro de los duendes» venga a referirse a un dinero o fortuna que se ha gastado rápidamente sin saber cómo. Otro dicho popular que se encuentra en obras como La dama duende, de Calderón de la Barca, afirma que estos espíritus tienen una mano de hierro y otra de lana, tal vez como metáfora para decir que a algunas personas les arrean golpes más recios que a otras.

Los trasgos castellanos, o Martinicos, suelen llevar hábitos de monje capuchino. En Aragón se cree que son los encargados de adormecer a los niños pequeños; por eso, cuando un chiquillo se está quedando dormido, se dice que «ya viene Martinico». Esta vestimenta clerical es bastante común entre los duendes españoles. En Extremadura se pueden encontrar unos duendes conocidos como frailecillos por las vestimentas que llevaban. Estos frailecillos destacaban por ser horriblemente feos, de grandes y anchas orejas, brazos huesudos y largos, una pronunciada chepa y grandes pies que arrastran al andar. Publio Hurtado dijo de ellos en su Supersticiones extremeñas que se cuelan por las cerraduras de las puertas, les pellizcan los ojos a los que están durmiendo e incluso les cortan con navajas de barbero o les cosen el culo. Al igual que ocurre con otros espíritus domésticos, como los brownies ingleses, los duendes castizos suelen ayudar con las tareas del hogar, pero si se les regalan ropas nuevas por sus servicios, se ofenden o se consideran demasiado buenos como para seguir trabajando. Un ejemplo de esto se puede ver en la historia El duendecillo fraile, un cuento recogido por Cecilia Böhl de Faber.

El folklorista Jesús Callejo menciona en su obra Duendes que en Andalucía y ambas Castillas se llama al Diablo de manera coloquial como Martín, por lo que llamar Martinico a estos duendes sería una manera de catalogarlos como pequeños diablillos, tal y como indica el jurisconsulto Torreblanca en el tomo IV de su Iuris spiritualis: «Duendes daemones sunt qui cum hominibus fingunt inhabitare... Hoc genus daemoniorum est inferioris ordinis» (Los duendes son demonios que habitan con los hombres... esta clase de demonios es de un orden inferior).

Visto lo anterior, era un pensamiento popular que los duendes eran ángeles caídos que no fueron lo suficientemente malvados como para ir al Infierno ni tan buenos como para permanecer en el Cielo, por lo que buscaron cobijo en la tierra. Otras creencias los tenían por los espíritus de niños sin bautizar o de los paganos anteriores a Cristo, similares a los dioses manes o a los lémures y larvas de los romanos, tal y como mencionó Torquemada en El jardín de las flores. Antonio de Fuentelapeña trató sobre la naturaleza de los duendes en su obra El ente dilucidado, donde dijo que éstos no pueden ser ángeles porque tales seres celestiales no se rebajarían a realizar las bobas e inútiles acciones de los duendes; no serían demonios porque éstos se encargan de tentar a los hombres y carecen de gozo y alegría, por lo que tampoco participarían en los juegos que se les atribuye a los duendes ni realizarían labores del hogar beneficiosas como ocurre en algunos casos. Finalmente, no serían las almas de los difuntos porque estarían en la Gloria del Cielo, purificándose en el Purgatorio o encarceladas en el Infierno. Así pues, Fuentelapeña llegó a la conclusión de que serían animales aéreos e invisibles que se originan por generación espontanea a partir del aire pútrido de sótanos, desvanes o viejos casones abandonados donde no hay ventilación.

Duende Martinico en el grabado No grites, tonta, de Francisco de Goya e
ilustrado por Ricardo Sánchez en Duendes, obra de Jesús Callejo y Carlos Canales
Cuando un duende se instalaba en una casa comenzaban los problemas, ya que se dedicaban a hacer toda clase de molestias: lanzaban gritos, se reían a carcajadas, soltaban lamentos y quejidos, daban golpes, perdían objetos, movían los muebles, jugaban a los bolos o trasteaban con la cubertería de la cocina. También molestaban a los dueños de la casa cuando estaban durmiendo o tiraban piedras, aunque nunca con la intención de dañar gravemente a nadie. A pesar de su carácter molesto, Fuentelapeña afirmaba que a los duendes les agradaban los niños y gustaban especialmente de los caballos, a los que cuidaban y adornaban con cariño.

Julio Caro Baroja cuenta en Del folklore castellano que la creencia en los duendes estaba tan extendida en España durante el siglo XVI que una persona podía abandonar una vivienda recién adquirida si descubría al llegar que en ella habitaban duendes. También eran famosas las historias de duendes que se encariñaban con una familia y, cuando decidían abandonar la casa para librarse del molesto espíritu, éste salía corriendo detrás de ellos o aparecía en la carreta llevando algún utensilio olvidado en la casa.

Una de las historias más famosas sobre estos espíritus es la referida al duende de Mondéjar, contada por María Medel, de Castilla la Mancha, en el 1759, a su ama doña María Teresa Murillo. Medel le contó a su ama que, cuando era niña en su pueblo natal, Mondéjar, ella y otras niñas iban a jugar a la mansión del marqués de los Palacios, donde se oían extraños ruidos como lamentos o arrastrar de cadenas. Un buen día se les presentó un personaje al que llamaron duende Martinico, que aparentaba diez años de edad, muy feo y vestido de capuchino. María y él se hicieron buenos amigos, éste les mostraba las habitaciones cerradas de la mansión y en una ocasión incluso se transformó en una gran serpiente para alardear de sus habilidades. El ama, al oír esto, dio parte de la historia a la Santa Inquisición, aunque, por suerte, no le dieron mucha importancia y dejaron en paz a María Medel.

Cuenta Torquemada en El jardín de las flores curiosas que él mismo, cuando estudiaba en Salamanca con diez años, vio las fechorías causadas por los duendes que infestaban una casa. La dueña de dicha morada era una mujer muy importante en la localidad, viuda y vieja que contaba con cinco mujeres a su servicio. Por el pueblo se fue conociendo el rumor de que un trasgo vivía en su casona y, entre sus muchas burlas, se encontraba la de hacer llover piedras del techo, aunque nunca llegaban a lastimar a nadie. Alcanzó este suceso tanta fama que el Corregidor de por aquel entonces quiso desentrañar la verdad del asunto y, acompañado de más de veinte personas, acudió a la casa de la mujer y mandó a un alguacil y a otros cuatro hombres que registrasen todo el lugar.

Como no hallaron nada, el Corregidor le dijo a la mujer que estaba siendo engañada; que, seguramente, uno de los enamorados de sus criadas se colaba en la casa y era él el que lanzaría las piedras. La mujer se mostró bastante confusa ante las burlas del Corregidor y de los otros hombres, porque ella afirmaba que la caída de piedras en su hogar era de naturaleza sobrenatural y que no entendía porque ahora no ocurría. Cuando todos bajaron de la segunda planta, estando al cabo de la escalera, cayeron tantas piedras rodando que parecía que hubiesen tirado tres o cuatro cestos llenos. Ante esto, el Corregidor mandó a los mismos de antes a registrar la casa con gran rapidez para encontrar al artífice de esto, pero volvieron sin encontrar a nadie.

Esta vez en el portal, volvió a caer una lluvia de piedras; y el alguacil, cogiendo una que destacaba entre el resto, la lanzó por encima del tejado de una casa cercana y dijo: «Si tú eres demonio o trasgo, vuélveme aquí esta mesma piedra». Y en ese instante volvió a caer la misma piedra del techo y le dio un golpe en la vuelta de la gorra. Al reconocer la piedra, el Corregidor y el resto salieron espantados de la casa. Pocos días después acudió un clérigo al que llamaban «el de Torresmenudas», que exorcizó la casa con ciertos conjuros y las burlas y las piedras del duende cesaron desde entonces.

Duendecitos - Grabado de la serie Los caprichos de Francisco de Goya

Moloch

Moloch (hebreo: מ־ל־ך; rey), adaptado también como Melech, Malik, Melkart, Milkom o Molech, entre otros, es una deidad cananea demonizada por el cristianismo. El tomo V de The mythology of all races dice de él que se trataba de un dios solar, identificado principalmente con los aspectos negativos del sol, como el ardiente y seco calor del verano.

En la Biblia se le menciona en varias ocasiones recibiendo sacrificios humanos, especialmente de niños. Esto se atestigua en Levítico 18:21: «Y no des hijo tuyo para ofrecerlo por fuego a Moloc; no contamines así el nombre de tu Dios. Yo Jehová». Aquellos que adoraban a Moloch y le ofrecían sacrificios, cometían una gran afrenta contra Dios y debían ser condenados a muerte por lapidación según se ve en Levítico 20:2-5. Los israelitas realizaban estos sacrificios en Tofet, un lugar cercano a Jerusalén en el valle de Gehena (Jeremías 32:35).

A esta deidad pagana se le representaba como un hombre con cabeza de toro llevando una corona. Sus estatuas estaban hechas de bronce y lo mostraban sentado sobre un trono del mismo metal, con la boca abierta y los brazos extendidos con las palmas de las manos hacia arriba. En el interior de la estatua se encendía un fuego y los sacrificios eran arrojados a él a través de su boca, aunque a veces se colocaban a los niños sobre sus manos y un mecanismo con cadenas los elevaba hasta su boca.

El Diccionario infernal de Collin de Plancy dice de él que es un demonio adorado por los amonitas, príncipe del país de las lágrimas y miembro del consejo infernal. Bajo el nombre de Melchom le hace cuidador del tesoro de los infiernos y el encargado de pagar con él  a los funcionarios públicos. También dijo de él que su mes era el de diciembre y que el representante humano que tenía en la tierra era Nicolás, un médico de Aviñón.

En Cartago se identificaba a dioses como Moloch o Baal con Crono, al que también ofrecían el sacrificio de niños. Plutarco lo menciona en el tomo II de su Moralia, donde dice que los cartaginense en persona, siendo plenamente conscientes de sus actos, sacrificaban a sus propios hijos o se los compraban a los pobres si no tenían. La madre que hubiera vendido a su hijo debía estar presente durante el ritual y mostrarse inflexible y sin llorar, pues de lo contrario perdía el dinero y su hijo era sacrificado igualmente. Para amortiguar los gritos de auxilio, se llenaba el lugar con el ruido de flautas y tambores.

Un niño siendo entregado en sacrificio a Moloch - Charles Foster